SEGUNDO EPÍLOGO:
CAMPEONES LIGA 13-14
A lo
largo del ya para siempre inolvidable año en las distintas redes sociales se
planteó en diversos momentos la manida cuestión de si podría llegar a tratarse
del mejor Aleti de todos los tiempos o, al menos, la mejor campaña de su
existencia. Por supuesto (por eso era un debate) hay opiniones en ambos
sentidos. Para unos, llevados sin duda por la emotividad del rabioso presente,
por supuesto que sí. Para otros, llevados al contrario por las indelebles
experiencias vividas años atrás (que además el paso del tiempo se encarga de
magnificar e incluso deformar), por supuesto que no.
Para aquél a quien le pueda interesar, mi
humilde opinión es que sí. A ambas preguntas. ¡Y mira que yo he vivido etapas
gloriosas del club!. ¡Y mira también que a los ídolos de niñez y adolescencia
es sumamente complicado apearles del pedestal!. En mi criterio, el Atlético de
Madrid de la temporada 13-14 ha sido el mejor de su larga y fecunda historia y,
por ende, la mentada ha sido la mejor jamás vivida. No desdeño que mucho lector
dispondrá de apreciaciones subjetivas contrarias, pero voy a intentar
argumentar, siquiera mínimamente, con datos objetivos.
En primer lugar, existe el ya anteriormente apuntado
fenómeno, desarrollado en los últimos tiempos y que hasta ahora parecía
imparable, de la enorme brecha que dos clubes españoles, merced a la tremebunda
diferencia de contratos televisivos y otras fuentes de financiación varias,
habían logrado alcanzar respecto de los demás (Aleti incluido). Parecían
inalcanzables. Pero como “Cholo” Simeone expuso en la celebración de Neptuno,
en uno de sus mandamientos supremos que deberían ser marcados en letras de oro
en algún rincón del nuevo estadio en construcción: “si se trabaja y se cree, se
puede”.
Además, precisamente para zanjar esa que
parecía inalcanzable diferencia, el equipo tuvo que lograr sus particulares
registros históricos de puntos y victorias (superando incluso al año del
doblete, que tenía cuatro jornadas más).
Y un último factor a tener en cuenta: el
equipo era siempre fiable. Para mí, el más fiable jamás vivido. Anclado en su
solidez defensiva, sabías que tarde o temprano algún chispazo, ya fuera en
forma de brillante jugada personal o de aprovechamiento de las trabajadas
jugadas a balón parado, iba a conseguir importantes réditos. Ya no se padecían
las inseguridades defensivas de otros momentos. Ya no se ponía uno a ver a su
equipo favorito para sufrir con él si no que, al contrario, para disfrutar con
él. Se contaban los días para que llegara el siguiente encuentro y poder gozar
con tus jugadores. Cabe recordar en este sentido que, incluso en años exitosos,
la plantilla siempre ofrecía de vez en cuando algún “petardazo”. Esta vez no.
Aunque pareció aproximarse en la recta final tras perder con el Levante o
empatar con el Málaga, se supo rectificar a tiempo. Dos breves recordatorios:
en la hasta hace poco penúltima Liga (76-77, ¡años ha!), el Burgos, por
ejemplo, vino al Calderón y salió con un 0 a 3 a favor y en la gloriosa e
inolvidable campaña del doblete (95-96; que para mí, reitero, ha sido ya
superada por la 13-14) en la segunda vuelta perdimos muchos partidos en casa
contra equipos que en ese curso pululaban por las mediocridades de la tabla
(Sevilla, Valladolid o Real Madrid).
Con estos argumentos (repito, objetivos)
entiendo que se puede afirmar que ha sido la más exitosa campaña del club. Pero
es que además estimo que, englobando unas cuantas temporadas atrás, se puede
asimismo defender que nos encontramos ante el mejor Atlético de Madrid de toda
la historia. Desde la Europa League 09-10, el “ratio” de títulos conseguidos
(además de ésa, la Supercopa Europea 10-11, la Europa League 11-12, la
Supercopa Europea 12-13 y la Copa del Rey 12-13) por temporadas jugadas es
indudablemente el mayor de nuestra existencia. Jamás se habían ganado tantos
títulos en tan poco tiempo. La mayor parte de ellos ya bajo las directrices
técnicas de Simeone, apuntando ya la cuasi-perfección que estaba a punto de
llegar. Por eso me atrevo a afirmar que, en mi opinión, existe una unidad de
acción en un periodo de tiempo concreto que convierte a éste en el mejor Aleti
de todos los tiempos.
Para la posteridad, el recordatorio de todos
aquellos nombres que hicieron posible la felicidad suprema. Aparte de Simeone
como director técnico, ayudado por “El Mono” Burgos como segundo entrenador,
por Vizcaíno como tercero, por “El Profe” Ortega como preparador físico y por
demás personal auxiliar, los jugadores que desfilaron, en mayor o menor número
de encuentros ante nuestras retinas (me limito a recordar los nombres, sin
especificar sus intervenciones) y que se instalaron para siempre en un
“rinconcito” de nuestros corazones fueron: en la portería, Courtois, Aranzubía
y Bono (aunque éste no llegara a disputar minuto alguno); en la defensa,
Juanfran, Miranda, Godín y Filipe Luis (la zaga titular), acompañados por
Manquillo, Giménez, Alderweireld e Insúa; en el centro del centro del campo,
Gabi, Mario Suárez, Tiago y Guilavogui (aunque su participación fuera poco más
que testimonial); y Carlos Ramos, que jugó un partido en ronda inicial de Copa
ante el Sant Andreu; en posiciones más ofensivas del centro del campo, Arda
Turan, Koke, Raúl García, “Cebolla” Rodríguez, Óliver Torres (que salió en el
mercado de invierno) y Sosa y Diego (arribados ambos en el mismo mercado); y en
ataque, Diego Costa, Villa, Adrián y Leo Baptistao (también con cesión
invernal). Y Héctor, que desde el filial también participó en el mentado
encuentro ante el Sant Andreu (¡e incluso anotó un gol!).
Desde mi punto de vista personal (que de eso
trata el presente escrito y todos los anteriores) pude disfrutar (y remarco esa
palabra) del equipo en la mayor parte de sus participaciones. Atrás quedaron
los tiempos en los que yo frecuentaba las gradas del Vicente Calderón y en los
que teníamos que conformarnos con presenciar “in situ” tan sólo los partidos
caseros, unos pocos más de visitante al año a través de la televisión y otros
pocos más con cómodos desplazamientos cercanos (dado que los medios de
transporte tampoco ofrecían las facilidades que ofrecen hoy en día). Por el
contrario, en los tiempos actuales, los medios de difusión televisivos permiten
ver todos y cada uno de los encuentros disputados. Lo que es especialmente útil
para todos aquellos que, como yo, vivimos en la actualidad alejados de Madrid.
Es indudable que como en el estadio no se puede disfrutar en ningún otro sitio,
y se aprecian aspectos que en la pequeña pantalla pasan inadvertidos. Pero no
es menos cierto que, al presenciar mayor número de choques, se puede formar uno
incluso unas percepciones más completas que las de años más alejados en el
tiempo.
En concreto, de los 61 partidos celebrados
(38 de Liga, 8 de Copa del Rey, 13 de Champions League y 2 de Supercopa de
España), puedo afirmar que viví 58. Casi todos ellos por televisión, en
directo o algunos en semi-directo (grabados porque coincidían con baño de los
niños o salidas de casa, que luego disfrutaba sin enterarme del resultado). Tan
sólo me perdí los ligueros ante el Málaga en La Rosaleda y Real Sociedad en el
Calderón (esos días o programé mal el video o éste me hizo una buena “pirula”;
por supuesto que el grito de rabia al comprobar tamaño desaguisado lo oyeron
todos los vecinos) y el de ida de primera ronda de Copa ante el Sant Andreu
(estaba de Puente de la Constitución con mi familia). El casi decisivo ante el
Levante lo vi en diferido, pero después de que un familiar “metepatas” me
hubiera informado del resultado.
De esos 58, hubo tres que presencié en el
estadio. Y tres especialmente significativos. La mayor victoria liguera (y
absoluta), la mayor derrota del mismo torneo y la final de la Champions League.
Todos ellos merecen párrafo aparte.
La mayor victoria liguera (y absoluta)
recordemos que fue el día 23 de noviembre de 2013. Jornada 14ª. Un contundente
marcador de 7 a 0 frente al Getafe. Los goles de Lopo en propia meta, dos de
Raúl García, dos de Villa, uno de Diego Costa (que ese día inició encuentro en
el banquillo, y al poco de salir diseñó una preciosa chilena, en el para mí gol
más hermoso de todo el ejercicio, no sólo suyo, si no del equipo en general) y
otro de Adrián completaron el abultado tanteador. Histórico. Enseguida
funcionaron las memorias para traer a colación otro idéntico marcador, igualmente
histórico, el obtenido el 7 de febrero de 1988 (primera temporada de Gil) ante
el Mallorca. En esa ocasión golearon Alemao, Parra, Julio Salinas -2-,
Landáburu, Eusebio y Futre. Particularmente bellos el primero del brasileño y
el último del portugués. Acompañado de cuatro de mis sobrinos residentes en
Madrid y aficionados al Aleti (dos de ellos abonados con abono total) ejercí mi
derecho de socio no abonado de elegir un partido al año en forma gratuita con
el pago del carnet. Y visto el resultado…¡no podía haber elegido mejor!.
La mayor derrota liguera fue el día 23 de
febrero de 2014. Jornada 25ª. En El Sadar de Pamplona, tres a cero frente a
Osauna. Dado que el equipo de la ciudad donde actualmente resido, Zaragoza,
militaba ese año en Segunda División, transformamos la visita futbolera tradicional
de mis dos sobrinos mayores a La Romareda en otra a la cercana ciudad
pamplonesa. Y en esta ocasión la elección no fue afortunada. La dolorosa
derrota, con pobre juego del equipo, vaticinaba el inicio del derrumbe. Por el
contrario, asentaba en la categoría a Osasuna. A la postre, resultó todo lo
contrario. El equipo navarro descendió a Segunda y los atléticos ganaron la
Liga. Una señal inequívoca más de que…¡el fútbol es así!.
Y la final de la Champions League, tras
eliminar a Oporto, Zenit de San Petersburgo y Austria de Viena en la fase de
grupos, al otrora potente Milán en octavos de final, al todopoderoso Barcelona
en cuartos y al Chelsea londinense en semifinales, con portentosa exhibición en
Stamford Bridge incluida, llegó cuarenta años después. Por supuesto, la
trascendencia del encuentro y la cercanía de la sede, Lisboa, acarreó de
inmediato multitud de peticiones de entradas. Siendo socio no abonado, me
despedí “ipso facto” de mis posibilidades vía taquilla. Puestas en marcha mis
escasas influencias resulta que conocía a alguien que conocía a alguien y que
me consiguió dos preciosas entradas para la final. En zona madridista, eso sí. ¡Nadie
es perfecto!. Pero allá que nos fuimos mi esposa y yo.
Salimos en coche propio el día de antes. La
final tuvo lugar, frente al Real Madrid, el día 24 de mayo de 2014. El conjunto
blanco había eliminado en semifinales a los bávaros del Bayern de Múnich, equipo
que muchos preferíamos para la final, no tan sólo por la idiosincrasia del
rival que luego tuvimos enfrente, sino también por una especie de justicia
poética, cual hubiera sido la de pelear frente el adversario que nos derrotó en la
misma competición cuarenta años atrás.
Como desde Zaragoza el viaje por carretera
era excesivamente largo, hicimos noche en el punto intermedio de Talavera de la
Reina, en hotel con afamado restaurante que era por mí conocido de mi primer
destino profesional, el bello pueblo de Navamorcuende, ubicado a escasos veinticuatro
kilómetros. Al día siguiente, madrugamos y completamos viaje. Entramos en
Lisboa por el espectacular puente Vasco de Gama, por el triple motivo de darnos
el gustazo de atravesarlo y conocerlo, de evitar los atascos del peaje del otro
puente y de hallarse más cercano al aeropuerto, en cuyo aparcamiento decidimos
dejar el coche. Al ubicarse en pleno casco urbano de la ciudad, los posteriores
desplazamientos en Metro eran sumamente cómodos.
Pasamos el día estupendamente, empapándonos
del añejo ambiente lisboeta, modificado en esta ocasión por el acontecimiento
futbolístico. En este sentido, oímos de primera mano como una jovencita
andaluza, desconocedora por completo del mismo, que había reservado para
disfrutar de un fin de semana “normal”, protestaba en voz alta por no poder participar
del ambiente tradicional de la capital portuguesa. Y es que los aficionados de
uno y otro bando invadimos la urbe en su totalidad. Era muy agradable pasearse
por sus viejas calles y ver camisetas de ambos equipos, conviviendo en armonía
y sin incidentes dignos de mención. Y ello a pesar de que las autoridades no
dispusieron medida alguna de seguridad especial. Incluso en el Metro,
compartíamos vagones sin problemas, más allá del escaso espacio del que
disponíamos. En el estadio, decidí no portar distintivo alguno rojiblanco, por
evidentes razones de seguridad, al hallarme ubicado en territorio “enemigo”.
Innecesaria precaución. La educación deportiva de ambas aficiones es mucho
mayor de lo que presuponía. Por mi zona se repartían varias camisetas
rojiblancas que no acarrearon a sus portadores ningún problema. Eso sí, tras el
gol, dado además su incierto desenlace, no pude por menos de confesarme,
levantarme del asiento y celebrarlo. El supuesto inverso (madridistas en zona
atlética) fue desgraciadamente más numeroso e igualmente no acarreó conflicto
alguno.
El resultado final todos los conocemos. El
espectáculo en la ciudad y en el estadio fue inenarrable, y con eso debemos
quedarnos. La afición rojiblanca, en mi opinión, muy por encima de la blanca,
como suele ser habitual, en animación y educación. Al hallarme “infiltrado”
entre ellos, pude constatar como allí nadie abría la boca cuando las estaban
pasando duras. Y como, a diferencia de ellos un año atrás en la Copa del Rey,
los seguidores rojiblancos, en una abrumadora mayoría, nos quedamos cortésmente
a la entrega de la Copa. Y hasta ahí. La celebración posterior ya no contó con
nuestra presencia.
En suma, temporada para recordar y enmarcar.
Es lo que pretenden estas modestas líneas. No podía encontrar un corolario
mejor. Es el epílogo perfecto.
JOSÉ
MIGUEL AVELLO LÓPEZ