jueves, 31 de enero de 2013

ABEL

ABEL

  Cualquier semblanza dedicada a Abel tiene que comenzar inexcusablemente por el hecho que le ha hecho pasar a la inmortalidad y a la Historia no sólo atléticas sino del mundo del fútbol en general: su legendario record de imbatibilidad, reconocido oficialmente por el “Libro Guiness”, de 1275 minutos. Durante este lapso de tiempo, mantuvo su portería imbatida en el torneo liguero de la temporada 1990-91. Desde el minuto treinta de la jornada duodécima, celebrada ante el Mallorca en el Luis Sitjar el día veinticinco de noviembre de mil novecientos noventa, en el que fuera batido por el delantero entonces mallorquinista Claudio, en el que sería único gol del encuentro, hasta el minuto cuarenta y cinco de la jornada vigésimo-sexta (¡catorce después!), disputada en el Vicente Calderón ante el Sporting de Gijón el día diecisiete de marzo de mil novecientos noventa y uno (¡cuatro meses después!), en el que le batió el delantero (porque en esa época jugaba en esa posición) entonces sportinguista Luis Enrique. Al menos se ganó el partido por tres a uno, goleando por los rojiblancos Manolo en dos ocasiones y Juanito. Tuvieron que batirle dos jugadores que muy poco tiempo después llegarían a ser internacionales. Cuando el luego madridista y más tarde barcelonista le hizo el gol, que además tropezó en el poste y se desplazó por la línea, efectuando Abel un postrero e infructuoso esfuerzo por sacar el cuero, como resistiéndose a ver perforada su puerta, recuerdo que el estadio quedó durante un segundo, que se antojó eterno, enmudecido, asimilando el acontecimiento histórico que estábamos contemplado, para de inmediato prorrumpir en una estruendosa ovación, que acompañó a nuestro cancerbero hasta el vestuario, dado que el gol se lo habían metido cerca del pitido final de la primera parte del encuentro.
  Entremedias, no consiguieron endosarle gol alguno el Zaragoza (jornada 13ª, 4-0 resultado final), el Cádiz (jornada 14ª, 0-1), la Real Sociedad (jornada 15ª, 4-0), el Logroñés (jornada 16ª, 0-1), el Oviedo (jornada 17ª, 0-0), el Real Madrid (jornada 18ª, 0-3. Ese día los goles de Manolo, Juanito y Rodax consiguieron un holgado triunfo en feudo madridista que hoy en día parece una utopía. En lo concerniente al record de Abel, el mexicano ex-atlético Hugo Sánchez marró lastimeramente un penalti en uno de los disparos más horrorosos que le recuerdo. El esférico salió cerca del banderín de córner); el Español (jornada 19ª, 4-0); el Valencia (jornada 20ª; 2-0); el Betis (jornada 21ª, 0-0); el Valladolid (jornada 22ª, 2-0); el Tenerife (jornada 23ª, 0-0); el Athletic de Bilbao (jornada 24ª, 2-0) y el Osasuna (jornada 25ª; 0-3, el día de los dos goles de Solozábal).
  El partido de la jornada decimotercera, frente al Zaragoza, fue tratado con minuciosidad en un artículo anterior de este blog, el titulado, “Con nueve basta”. En él hacía ya referencia al record de imbatibilidad de Abel. Además, señalaba allí, lo que me gustaría ahora reiterar, que, sin detrimento de los enormes méritos del portero rojiblanco, mucha responsabilidad de esta gesta se debe al entrenador croata Tomislav Ivic, que llegó en esa temporada con la Liga recién empezada, tras haber sido cesado Peiró en la pretemporada, y que supo inculcar al equipo una sobriedad, un aplomo y una concentración defensivas mayúsculas, que se traducía en unos partidos plácidos para la grada, en los que los equipos rivales apenas llegaban a originar jugadas de peligro. Y para aquellas escasas ocasiones en que sí lo conseguían, ahí detrás estaba Abel y sus portentosas intervenciones.
  Abel Resino Gómez nació en el toledano pueblo de Velada el dos de febrero de mil novecientos sesenta. Su progresión en el equipo rojiblanco fue ejemplar para todos aquellos jóvenes impacientes que desean ser titulares desde el primer día. Tras jugar en categorías inferiores un año con el Toledo y dos con el Ciempozuelos, fue fichado desde este equipo de la Tercera División madrileña para la primera plantilla del Atlético de Madrid en la temporada 82-83. Como tercer portero. Los dos compañeros que le cerraban el paso eran Pereira, fichado ese mismo año como estrella del Valencia y otro canterano toledano, más arraigado ya en el club, Mejías. Sus cualidades impresionaron a los técnicos rojiblancos desde el primer momento, pero ninguno de ellos se atrevió a concederle la titularidad. Por ese motivo, en su primera temporada no llegó a disputar encuentro alguno, pese a constar formalmente como miembro de la plantilla. Como tal aparece en la fotografía oficial. En la siguiente, apenas disputa cuatro encuentros de Copa, los típicos encuentros de primeras rondas en los que los entrenadores conceden partidos a los menos habituales. En este caso concreto, los partidos de ida y vuelta ante Tarancón y Portmany.
  Ante la falta de oportunidades, acuerda con el cuerpo técnico que, para disfrutar de minutos, juegue la temporada siguiente, 84-85, íntegramente, en el equipo filial, Atlético Madrileño, en Segunda División. Disputó treinta y cinco partidos. Ahí fue cuando los asiduos a este equipo pudimos contrastar la verdadera valía del cancerbero, hasta entonces prácticamente inédito. Sus proverbiales colocación y agilidad (en ocasiones se le nombraba con el sobrenombre de “El Gato”) empezaron ya a mostrarse evidentes. Sus condiciones se destacaron tanto que el Club no quiso desprenderse de él. Continuó en plantilla.
  La temporada siguiente, 85-86, es destacada por dos hechos relevantes. Primero, sigue sin acceder a la titularidad. Disputa algún encuentro en forma aislada con el filial, hasta completar un total de siete. Con el primer equipo tan sólo uno de Copa, la ida de los octavos de final, contra el Racing de Santander en El Sardinero. Derrota por uno a cero. Y otro de Copa de la Liga, curiosamente también la ida de los octavos de final, contra el Valladolid en el Calderón. Empate a tres. Segundo, se ficha como guardameta a un ilustre veterano, Fillol. Tan sólo permanece una temporada en el club, pero Abel en repetidas ocasiones ha manifestado que otra de sus principales cualidades, el mano a mano contra los delanteros adversarios, fue perfeccionada en múltiples entrenamientos con el argentino de maestro.
  La 86-87 fue decisiva en su trayectoria profesional. De nuevo se pasa gran parte de la temporada en el ostracismo, a la sombra de Elduayen y Mejías, sin contar con la confianza de los tres diferentes entrenadores, Miera, Martínez Jayo y Luis Aragonés que, en un año convulso para el banquillo, desfilaron por el mismo. Pero en la recta final accede a la titularidad para nunca más desprenderse de ella. Fue la famosa temporada del play-off, experimento fallido y nunca más repetido. Pero para Abel fue decisivo. Al concluir la Liga regular de dieciocho equipos y treinta y cuatro jornadas, se constituyeron tres subdivisiones, respetando los puntos hasta entonces obtenidos. Los seis primeros equipos jugarían entre ellos (total: diez jornadas más) por el Campeonato; los seis últimos por el descenso; y los seis intermedios (el primero de los cuales fue el Aleti) por…nada en realidad. Tal y como ya se relató en la entrada de este blog correspondiente a Alemao, Luis Aragonés aprovechó esas jornadas intrascendentes para dar a conocer a la hinchada rojiblanca al recién fichado astro brasileño. Y también para conceder la titularidad, en recompensa a sus años de espera, a Abel. Pero éste lo hizo tan bien que se apoderó de ella en forma definitiva. Por consiguiente, su primer partido liguero fue el doce de abril de mil novecientos ochenta y siete, jornada trigésimo-quinta, ante el Murcia en La Condomina. Victoria por un gol a dos. Mejías goleó por los murcianistas y Da Silva y Uralde por los nuestros. De las diez jornadas añadidas jugó ocho.
  Y no sólo eso. Su excelente rendimiento bajo los palos le hizo jugar también los tres partidos finales de Copa del Rey. Las semifinales ante el Real Madrid (tres a dos en la ida, en el Bernabéu; Hugo Sánchez en dos ocasiones y Butragueño pusieron en el luminoso un preocupante tres a cero que Quique Ramos y Marina se encargaron de descontar. Y dos a cero, de Uralde y nuevamente Marina, en la vuelta) y la final, en Zaragoza, frente a la Real Sociedad,  con dolorosa derrota por penaltis, tras concluir el tiempo reglamentario (más prórroga) con empate a dos goles, de López Ufarte y Beguiristain para los donostiarras y Da Silva y Rubio para los atléticos.
  A la temporada siguiente, 87-88, primera de Jesús Gil en la Presidencia, llegó Menotti de entrenador. Como manifestó en varias ocasiones, contó con Abel como portero titular por el sencillo hecho de que era el que terminó jugando la anterior. Y además, por supuesto, añado yo, por su excelente rendimiento. De igual forma fueron haciendo los sucesivos entrenadores. Hasta la 94-95 (justamente la anterior al glorioso año del doblete) en que se desvinculó del Club. En estas ocho temporadas en que portaba casi siempre el número 1 jugó respectivamente 32, 37, 34, 33, 32, 27, 17 y 23 encuentros. Todavía disputaría veintiuno más en la temporada siguiente, antes de colgar guantes y botas, en las filas franjirrojas del Rayo Vallecano. En conjunto, defendió la camiseta rojiblanca (en su caso, de otro color) en 243 encuentros ligueros (241 como titular), 40 de Copa del Rey, 17 de competiciones europeas, 1 de Copa de la Liga y los dos de la Supercopa de España, frente al Barcelona, de la temporada 92-93.
  Su palmarés atlético incluye dos Copas del Rey, las dos de principios de los noventa. Temporada 90-91, uno a cero frente al Mallorca con el célebre gol de Alfredo. Y 91-92, dos a cero frente al Real Madrid con los si cabe más célebres aún goles de Schuster y Futre. La conquistada frente al Athletic de Bilbao en la 84-85 no consta en su palmarés, al ser ese año miembro oficialmente del Atlético Madrileño. A ambas finales asistí personalmente, y ya han sido analizadas en este blog con anterioridad. Recordemos aquí tan sólo brevemente que en la primera de ellas no fue protagonista activo, al estar lesionado (sí que lo fue en las eliminatorias previas) y jugar un semirretirado Mejías en su lugar. Y por fin en la segunda sí que tuvo ese protagonismo activo, manteniéndose imbatido y deteniendo incluso un penalti a Michel mediada la segunda parte.
  Su impresionante record de imbatibilidad de 1275 minutos trajo consigo otras importantes consecuencias para Abel. Por un lado, esa misma temporada obtuvo al trofeo Zamora al portero menos goleado (como no podía ser menos). Encajó un total de diecisiete goles en treinta y tres partidos, lo que se tradujo en un promedio de 0,51 goles por encuentro, la segunda mejor marca en la historia de la Liga. Por otro, también esa misma temporada alcanzó las mieles de la internacionalidad. Sus soberbias actuaciones no podían sino desembocar en la llamada del seleccionador, Luis Suárez. Disputó dos encuentros como internacional. Ambos amistosos. En ambos sustituyó en la segunda parte al cancerbero titular, Zubizarreta. Y en ambos se cosechó derrota. El primero ante Hungría, en El Sardinero de Santander, el veintisiete de marzo de mil novecientos noventa y uno. Es decir, exactamente diez días después de que Luis Enrique pusiera fin a su racha de imbatibilidad. Derrota por dos goles a cuatro. Por España golearon Manolo de penalti y Carlos (dos delanteros que en algún momento de su trayectoria portaron la elástica rojiblanca). Y el segundo ante Rumania, en el Príncipe Felipe de Cáceres, poco menos de un mes después, el diecisiete de abril. Nueva derrota, en esta ocasión por cero goles a dos. Curiosamente en este partido debutaría el asturiano Luis Enrique, su reciente verdugo. Estas dos dolorosas derrotas provocaron la salida del seleccionador y su sustitución por uno nuevo, Vicente Miera, el cual, como también sus luego sucesores, no contó con Abel para la selección (al igual que tampoco lo hizo cuando fue entrenador de nuestro equipo). Por consiguiente, su casillero de encuentros internacionales se frenó en tan sólo dos. Al menos, con ello consiguió un importante detalle que no debe de pasar inadvertido. Cada vez que se confecciona una lista de todos aquellos jugadores españoles que han llegado a ser internacionales, su nombre siempre aparece el primero de todos ellos, por orden alfabético.
  Abel permanece vivo en el recuerdo de muchos atléticos. Compartió generación con inolvidables jugadores atléticos. Todos recordamos sus tremendas cualidades. Su velocidad de movimientos, su agilidad, su anticipación, su colocación excelsa. Sus salidas fuera del arco, mano a mano frente al rival. Su juego aéreo, en el que no flojeaba en absoluto, pese a su no muy elevada estatura. En ello influía sin duda alguna su tremenda valentía, capaz de salir a chocar contra duros y potentes delanteros a desdén de su propia integridad física (se llevó más de un buen golpetazo y más de dos) y su mayúscula personalidad, dirigiendo a base de gritos, con su voz grave y ronca a toda su línea defensiva. Y seguro que al mismo tiempo intimidando con ello a la línea ofensiva adversaria.
  Todavía sirvió al Club como entrenador. Sustituyó al mexicano Javier Aguirre en la segunda vuelta de la temporada 08-09, consiguiendo clasificar al equipo para la Liga de Campeones. Siguió en el cargo a la siguiente, 09-10, merced al brillante éxito conseguido pero la carencia de resultados motivó a su vez su sustitución por Quique Flores. Esa misma temporada el equipo acabaría conquistado la Europa League, por lo que, en cierta manera y en alguna medida, este título también le corresponde a Abel. Lo cierto es que no pudo conseguir en el banquillo del Calderón el longevo e inmortal record que sí pudo alcanzar sobre su terreno de juego. Dentro de muchísimos años, todos (incluso los que no lo vivieron) lo recordarán. Para eso están los libros de Historia.            

                     


JOSÉ MIGUEL AVELLO LÓPEZ

miércoles, 23 de enero de 2013

LA FINAL DE ZARAGOZA

LA FINAL DE ZARAGOZA

   Con el nombre de la final de Zaragoza me refiero a la disputada en dicha ciudad en 1996, contra el Barcelona. El inolvidable por tantos conceptos año del doblete. Cierto es que nuestro equipo jugó otra final en la capital maña, en 1987, recién llegado (apenas dos días antes) Jesús Gil a la Presidencia, contra la Real Sociedad, el día veintisiete de junio. Como muchos recordarán, se perdió por penaltis, tras llegar al final del tiempo reglamentario y prórroga con empate a dos (López Ufarte y Beguiristain por los donostiarras y Da Silva y Rubio por los atléticos). Por cierto, que de igual manera muchos recuerdan ese partido por el hecho de que el árbitro, Ramos Marcos, nos privó lastimeramente del título, al negarse a sancionar en el último minuto de partido un flagrante penalti de López Rekarte a Julio Prieto. Indudablemente fue el principal, pero ni muchísimo menos el único error que el mentado cometió en contra de nuestros colores. Cada vez que veíamos que nos lo habían asignado para un partido nos echábamos a temblar. Recuerdo como más destacado (y descarado) el despeje con la mano que el barcelonista Alesanco realizó con el brazo estirado dentro del área, en partido liguero contra el Barcelona, cuya fotografía fue portada al día siguiente de “Marca”, y que el susodicho rehusó sancionar. En cualquier caso, comoquiera que esa final se perdió, la que hoy en día todos conocemos con el nombre de la final de Zaragoza es la victoriosa, la de 1996.  
  Con el análisis de hoy concluyo además la pequeña saga que he dedicado a todas aquellas finales que he podido presenciar en el mismo estadio. Desde entonces, no he podido acudir a ninguna más, ya fuera porque no consiguiera entradas para ello (final de 1999 en Sevilla contra el Valencia, o de 2012 en Bucarest contra el Athletic de Bilbao), ya porque mis obligaciones profesionales o familiares me lo impidieran (todas las demás).
  Como en los anteriores artículos, hagamos en primer término un somero repaso a la trayectoria hasta la final. En segunda ronda, o treintaydosavos de final, nos enfrentamos al Almería, entonces en Segunda División. En la ida, en la ciudad andaluza, el día veinticinco de octubre de mil novecientos noventa y cinco, jugaron gran parte de los titulares, no obstante permitir el entrenador Antic la entrada de alguno de los menos habituales. Se venció por cuatro goles a uno. López, Pantic y Penev pusieron el tres a cero en el marcador, descontó Portillo y De la Sagra (en su único gol oficial como colchonero), logró el cuarto y definitivo.
  La vuelta, en Madrid, el ocho de noviembre, fue un tanto (muy) aburrida. Aquí, dado el resultado del primer partido, sí que jugaron muchos suplentes. En realidad, a mí esta clase de encuentros me gusta mucho presenciarlos, porque compruebas el estado de forma de los que salen y puedes descubrir a otros que apenas juegan. Pero este partido de vuelta fue aburrido de verdad. Además, había muy poco ambiente, éramos poquitos en el estadio. Se venció por dos goles, de Penev y el primero atlético de Correa, a uno.   
  En la siguiente ronda, dieciseisavos de final, el Mérida. Por aquel entonces, todo un señor equipo de Primera División. El partido de ida, en Madrid, el veintiocho de noviembre. Se empezó mal. Un gol madrugador del brasileño Sinval y se llega al descanso con momentánea derrota. Pero la segunda parte fue un desmelene generalizado, dejando la eliminatoria prácticamente sentenciada. En la primera media hora de esta continuación, dos goles de Kiko y otros dos de Pantic, uno de penalti, subieron al marcador el definitivo cuatro a uno.
  La vuelta, en la capital extremeña, el día trece de diciembre. Y borrachera de goles. Empate a cuatro final. Los nuestros, anotados por Pirri, dos de Correa y el último por Biagini, que conseguía el resultado definitivo ya fuera de tiempo.
  Para octavos de final, el Betis. Tras el empate a uno en el Calderón, el nueve de enero de mil novecientos noventa y seis, en el que Pier igualó el inicial gol de López, los béticos (en particular, su peculiar Presidente, Lopera) se las prometían muy felices. Por eso su decepción fue mayúscula cuando en la vuelta, celebrada en el estadio heliopolitano una semana exacta después, los nuestros forjaron un magnífico encuentro y tras anotar dos goles Geli y Penev en la primera media hora, apenas encajaron ya en la segunda parte un gol del ex-atlético Sabas. El Presidente sevillano, que no jugadores y técnicos, salieron luego hablando de atraco a mano armada y lindezas similares.
  En cuartos, el Tenerife, en aquella época un potentísimo equipo de Primera, que se paseaba por Europa y decidía campeonatos (dos Ligas menos en Canarias). La ida, en la ciudad tinerfeña, el treinta y uno de enero, concluyó con un empate a cero que no reflejó en nada el juego desplegado, dado que recuerdo que nos dedicamos a fallar una ocasión clarísima tras otra, la que motivaba por mi parte unas muy duras imprecaciones al televisor (¿qué culpa tendría el pobre?). Por eso, la vuelta en Madrid, el quince de febrero, con la eliminatoria abierta, se presentaba muy interesante. Pero no hubo color. En ningún momento el equipo rival fue enemigo. Tres goles de Penev, en probablemente su mejor partido como rojiblanco, sentenciaron el encuentro y, por ende, la eliminatoria.        
  Para semifinales, el Valencia, el equipo que, comandado en esa temporada por Luis Aragonés, sería a la postre el principal rival en el campeonato de Liga, tras una impresionante racha final de victorias y tras dejar detrás definitivamente al Barcelona, que durante toda la temporada parecía que iba a ser el principal rival. Los madridistas deambulaban por la mitad baja de la clasificación. El partido de ida, en Mestalla, el veintiuno de febrero, fue uno de los espectáculos más inenarrables e inolvidables que pudimos disfrutar todos los atléticos en una temporada a su vez inolvidable. Seguro que a muchos de nosotros, al rememorar ese año, nos viene a la memoria este encuentro como uno de los recuerdos más agradables y eufóricos. Tras llegar al descanso con dos a cero (Gálvez y Fernando) en contra, la segunda parte fue la apoteosis. Si anteriormente, contra el Mérida, he relatado en la segunda parte un desmelene, aquí lo fue elevado a la máxima potencia. Apenas recomenzado el juego, gol de Pantic en una de sus magistrales faltas. Poco después, repitió el yugoslavo. Y luego Biagini. Y más tarde Juan Carlos, que estaba empezando a entrar de nuevo en el equipo tras una grave lesión en pretemporada. Y para colofón, un último gol de Roberto. Los atléticos penetraban una y otra vez la defensa valencianista como el cuchillo caliente en la mantequilla. Se veían desbordados y los nuestros hicieron del contragolpe un arte. El postrero gol de Mijatovic no hizo sino maquillar el definitivo marcador de tres goles a cinco. También aquí las expectativas desvanecidas hicieron que otro peculiar Presidente, el valencianista Roig, inmediatamente después de agredir a nuestro delantero Penev en el antepalco, saliera ante los medios de comunicación soltando sapos y culebras.
  En la vuelta, en el Vicente Calderón el veintinueve de febrero, especulamos con el resultado. Les esperamos atrás bien replegaditos. Ellos, vista la debacle de la ida ante su ofensiva total, tampoco se lanzaron a tumba abierta. Resultado final: uno (Pantic de penalti) a dos (Viola y Fernando). Trámite cumplido, eliminatoria superada y a la final.
  Comoquiera que el rival de la misma fuera el Barcelona, se consensuó una ciudad neutral, equidistante además, como Zaragoza. Dado que por entonces el pulso liguero era entre los dos mismos rivales, la final se tiñó de una responsabilidad añadida. Se decía que el que ganara la Copa cogería impulso para ganar la Liga. Y ganamos nosotros. Ha sido la única de nuestras nueve Copas (además, la última, de momento) que no se ha obtenido en el vecino feudo del Santiago Bernabéu. 
  Como había que viajar, los seguidores que deseábamos acudir a presenciarla tuvimos que preocuparnos de agenciarnos no tan sólo la entrada al encuentro, como de costumbre, sino también el medio de locomoción. En mi caso, hice ambas tareas de una sola tacada. Una empresa de autocares, radicada en Moratalaz, estaba oficialmente convenida con el Club y contratando con ellos el viaje te proporcionaban la entrada. Así lo hice, y bien prontito por la mañana el diez de abril de mil novecientos noventa y seis, día de la final, partimos desde las proximidades de nuestro estadio hacia la capital maña. Las salidas de autobuses se hacían por supuesto en forma escalonada y yo elegí salir lo antes posible. Huelga decir que, como en todo desplazamiento a un partido de esta trascendencia, el ambiente dentro del autocar era impresionante. La empresa debió haber pactado (por supuesto, previa contraprestación) con las áreas de servicio de la ruta las paradas a realizar, las cuales no tuvieron demasiado sentido, ya que se hizo la primera apenas arrancados, a escasos cincuenta kilómetros de Madrid, y una segunda y última a punto de llegar, a todavía más escasos veinte kilómetros de Zaragoza. Y en el retorno, por la noche, o más bien madrugada, se nos paró en otra área de servicio que, al no estar la vuelta escalonada, estaba repleta de clientes.
  Al llegar, a primera hora de la tarde, el autocar se dirigió a aparcar a una explanada de tierra, habilitada extraordinariamente como aparcamiento, en las proximidades del estadio de La Romareda, justamente debajo de la alta torre de telecomunicaciones de Zaragoza. En el año dos mil, cuando me radiqué en esta ciudad (¡quién me iba a decir a mí entonces que cuatro años después iba a ir a vivir allí!) esa explanada de tierra ya no existía, sino que en su lugar se habían construido bloques de casas. Recuerdo el resto del día con sumo agrado. El ambiente era especialmente agradable. Como yo ya conocía la ciudad, me desplacé caminando tranquilamente Gran Vía abajo, hasta el Paseo de Independencia y, más allá, la Plaza del Pilar. Por todos lados, especialmente en los más turísticos, como esta última, había grupos de seguidores de uno u otro equipo, ataviados con sus colores representativos, cantando, divirtiéndose y compartiendo bebida y viandas, incluso con la afición rival. Me gustó mucho este ambiente de amistad y camaradería. En ningún momento llegué a presenciar actos violentos o peligrosos, sino que ambas aficiones estuvimos perfectamente si no hermanadas, al menos amistadas. Incluso descansando en las cercanías de La Romareda, en el Parque Grande, antes de entrar al estadio, presencié un simpático partido entre jóvenes aficionados de ambos equipos. Una vez dentro, los ánimos se caldearon y, amparados en la masa, los más viscerales hicieron que el ambiente se tornara algo más hostil.
  Bajo las órdenes del árbitro asturiano Díaz Vega, los dos contendientes presentaron las siguientes alineaciones. Por parte del Atlético de Madrid, dirigido por Radomir Antic: Molina; Geli, Santi, Solozábal (expulsado por doble amarilla cerca del final), Toni; Caminero, Vizcaíno (Biagini, mínuto 82), Pantic, Simeone; Kiko (Roberto, minuto 84) y Penev (López, minuto 61). Es decir, exactamente la alineación tipo de esa temporada. Incluso los tres cambios fueron también los tres suplentes más utilizados. Por parte del Barcelona, con Johan Cruyff de entrenador: Busquets; Celades (Ferrer, minuto 17), Nadal, Popescu, Sergi (años después rojiblanco, igualmente expulsado por doble amarilla cerca del final); Amor, Guardiola, Bakero (Roger, minuto 61), Hagi; Figo (Prosinecki, minuto 75) y Jordi Cruyff.

  El partido lo recuerdo como de extraordinaria tensión. Ubicado en la grada del Fondo Sur del estadio, obligado a verlo de pie, dado que todos mis vecinos de localidad así se pusieron, los nervios se masticaban. Las otras finales a las que asistí, anteriormente examinadas en este blog, no tuvieron esa tensión. Por el desarrollo del encuentro quedaron claramente inclinadas desde el principio. Pero aquí no. Sabedores de la trascendencia de la confrontación, tanto para el mismo desarrollo de la misma como para, decían muchos, el desenlace liguero, cada ataque nuestro errado era una decepción y cada ataque de ellos, acertado o no (afortunadamente ninguno lo fue), una continuada desazón. Mediada la primera parte, un cabezazo de Jordi por encima del larguero aceleró muchos corazones. Sí que recuerdo que la afición, como siempre en las grandes ocasiones, respondió a la perfección y, pese a lo trabado del encuentro, con pocas jugadas de ataque, estuvo magnífica, animando sin desmayo.

  Así discurrió todo el partido. Ataques infructuosos, las defensas derrotando a los ataques y cada vez más y más tensión. Se llegó a la prórroga. Justo coincidiendo con el pitido final de los noventa minutos, tuvo lugar el gesto de Molina hacia las gradas, al que ya me referí en el principio del artículo dedicado al extraordinario guardameta, y al que me remito para evitar innecesarias repeticiones. Lo cierto es que, gracias a ese gesto, para muchos inolvidable, toda la afición animó sin parar durante el periodo de descanso anterior al inicio del tiempo añadido. Y no sé si en respuesta al apoyo recibido, en la prórroga (que Guardiola jugó lesionado, negándose en forma épica a abandonar el terreno de juego) les avasallamos. Nuestros ataques se multiplicaron y su línea defensiva se veía sobrepasada de continuo. Hasta que, felizmente, llegó el minuto 102. A punto de concluir la primera parte de la prórroga, la tantas veces recordada internada de Geli por su banda derecha, la pequeña pared con Roberto, su llegada hasta la línea de fondo y su centro al área donde Pantic, en el primer palo, entre Nadal y Popescu peinó ligeramente, desviando la pelota hacia el segundo palo, por donde penetró suavemente en la portería de un sorprendido Busquets. Desde el fondo contrario, el grito de gol, adivinando más que presenciando lo que estaba pasando, se hizo eterno.

  Pero en toda final al éxtasis del gol le sigue indefectiblemente el sufrimiento. Quedaba mucho tiempo para que empataran. Toda la segunda parte de la prórroga. Y atacaron. Pero nuestra defensa y cancerbero, como siempre durante la temporada, se mantuvieron firmes y expeditivos. En realidad, no nos crearon ocasión alguna de gol. Incluso casi al final Caminero tuvo una evidentísima, solo frente al portero, que marró para prolongar la agonía.


  Pitido final y la celebración en medio estadio no pudo ser más jubilosa y ruidosa. La otra mitad, denotando falta de deportividad, abandonó el recinto de inmediato. Por cierto, pequeña digresión: una de las muchas cosas que me hacen orgulloso de sentirme atlético es la tremenda deportividad demostrada por la afición entera en las finales perdidas. Cuando concluyen, desafortunadamente con derrota, nuestros aficionados permanecen en las gradas, como obligan los cánones de la deportividad, hasta que el trofeo conquistado le es entregado al equipo rival, homenajeando así tanto al equipo victorioso como al propio, lastimeramente derrotado, pero que nos ha llevado hasta allí en otras espléndidas jornadas, y cuyos jugadores han dado lo mejor de sí mismos. Así pasó en Lyon contra el Dinamo de Kiev (1986; lo que motivó una felicitación oficial por parte de la U.E.F.A.), en Sevilla contra el Valencia (1999), en Valencia contra el Español (2000) y, sobre todo y ante todo, en Barcelona contra el Sevilla (2010). Muchos aún recuerdan el impresionante y espeluznante espectáculo demostrado por nuestra afición que, empequeñeciendo incluso al equipo campeón, jaleó sin parar durante mucho tiempo después al equipo. Seguro que muchos lagrimales se humedecieron y muchos niños, viendo la grandeza del equipo, se hicieron ese día atléticos, pese a la derrota.      
   La celebración subsiguiente hermanó a equipo y afición. Muchos de los jugadores pocos habituales, vestidos incluso de calle, como Cordón, Felipe, De la Sagra, Fortune, Correa o Dani saltaron también al césped y celebraron en comunión el trofeo conquistado, que fue levantado al alimón por el capitán del vestuario, Tomás, y el del terreno de juego, Solozábal.
  La vuelta fue gloriosa. El ambiente del autocar, indescriptible. Sobre todo cuando nos cruzábamos con los barcelonistas. Llegamos a Madrid de madrugada. Muchos de nosotros trabajábamos o estudiábamos al día siguiente. Pero fuimos  a hacerlo orgullosos y satisfechos. La pena es que haya sido, por el momento (repito, por el momento), la última Copa del Rey obtenida. El deseo y la esperanza es que en el futuro lleguen muchas más.


JOSÉ MIGUEL AVELLO LÓPEZ

jueves, 10 de enero de 2013

AGUILERA


AGUILERA

  A finales de la década de los ochenta, los aficionados atléticos tuvimos que ver con desagrado como uno más de nuestros jugadores terminaba por recalar en el eterno rival madridista. Tras apenas tres partidos en la temporada 85-86, y la siguiente completa con el primer equipo, disputando veintiséis encuentros y anotando tres goles, Paco Llorente era fichado por el Real Madrid. No es que fuera canterano atlético desde su más tierna infancia, pero habíamos terminado por completar su formación con una temporada en el Atlético Madrileño, después de que hubiera salido de la fábrica del equipo merengue. Pero su pasado y familia madridista pudieron más (su tío era Paco Gento y sus hermanos Julio, José Luis y Toñín llegaron a ser todos ellos jugadores blancos, el primero del equipo de fútbol y los dos siguientes del de baloncesto, ambos bases) y pasó a fortalecer a un equipo ya de por sí fortísimo, pues eran los años del Real Madrid de “la quinta del Buitre”.
  La principal característica del juego de Paco Llorente era su tremenda velocidad. Podía haber sido perfectamente un destacado velocista. Su sprint era imparable. Pero poco después subía desde la cantera atlética otro velocísimo y jovencísimo jugador, Aguilera. En las tertulias que por aquel entonces celebrábamos aficionados de uno y otro equipo (al menos en las que yo participaba) siempre surgía la bizantina discusión de cuál de los dos futbolistas era más rápido. Me temo que aún, tantos años después, nos hayamos quedado sin saberlo. Nunca llegaron a competir sobre el tartán en una carrera de velocidad, que hubiera sido el mejor método para ello.     
  Juan Carlos Aguilera Martín (aunque parece ser que el primer nombre propio figura tan sólo en el certificado de nacimiento y en el D.N.I. y que nunca ha sido utilizado) nació en Madrid el día veintidós de mayo de mil novecientos sesenta y nueve. Prototípico jugador de la cantera, donde atravesó de forma fulgurante, en poco más de un año, el primer juvenil y el filial hasta llegar al primer equipo, en el que se mantuvo durante muchísimos años, con la excepción que luego veremos, para llegar a convertirse en uno de los jugadores que en mayor número de ocasiones ha portado la camiseta rojiblanca.
   Del barrio de San Cristóbal de los Ángeles, donde destacó en sus categorías inferiores, fue captado por la cantera atlética en edad  juvenil, para el primer equipo de esa categoría. Sin embargo, unos problemas en las negociaciones motivaron que llegara con la temporada ya iniciada. Disputó en esa categoría el resto de la 86-87. El primer partido en el que tuve ocasión de verle jugar se celebró a finales de esa campaña. Era un derbi frente al equipo juvenil madridista. Como ya escribí en la semblanza dedicada a Solozábal, el encuentro, no recuerdo ahora exactamente por qué, debía estar dotado de especial trascendencia, dado que se trasladó al mismísimo estadio Vicente Calderón. También reseñé allí, y además en el apartado dedicado a Julián en el artículo de los jugadores de cantera, que ese día, en el que por cierto se venció con holgura, me gustaron mucho tanto Solozábal como Aguilera, que en aquel equipo me pareció un delantero rápido y vertical. Tuve un buen ojo clínico, dado que ambos llegaron a convertirse en leyendas de la Historia rojiblanca. Pero susceptible de mejora, puesto que me agradaron muchísimo más el cancerbero Diego y el delantero Julián. Ambos llegaron igualmente al primer equipo, pero no consiguieron desplegar la espléndida trayectoria de los antedichos.      
  La temporada siguiente, 87-88, la inicia en el equipo filial, en Segunda B. Pese a ser de los más jóvenes de la plantilla, es titular indiscutible. Continúa jugando de delantero, anotando un buen número de goles. Recuerdo especialmente un partido, jugado en el Calderón un domingo por la tarde, a continuación del primer equipo, frente al Leganés, al que se venció por dos a cero, ambos goles anotados por Aguilera. Curiosamente, el guardameta batido, procedente de la cantera madridista, era conocido en el mundo del fútbol con el mismo nombre de Aguilera. Pero no llega a concluir la campaña con ese equipo.
  Esa temporada, 87-88, era la primera de Jesús Gil en la Presidencia. Tras despedir al primero de su luego larga lista de entrenadores cesados, Menotti, el veinte de marzo de mil novecientos ochenta y ocho, tras perder en casa frente al Real Madrid por un gol (Setién) a tres (Gordillo, Hugo Sánchez y Butragueño), acude al entrenador del filial, Ufarte, profundo conocedor de la cantera atlética, para llevar las riendas del primer equipo. Por cierto, solamente duraría en el banquillo tres jornadas. Para su primer partido, disputado en el estadio de El Molinón, frente al Sporting de Gijón, el día veintiséis de marzo, jornada trigésima, Ufarte confía en dos de las máximas estrellas del Atlético Madrileño, que debutaron ese día. El central Rivas, de titular, jugando todo el encuentro, y el delantero Aguilera, que sustituye en el minuto setenta y cinco a Marcos. En el equipo rival también se produjo otro debut trascendente, procedente de la Cultural Leonesa, un delantero destinado a escribir importantes páginas en la Historia del fútbol español, Felipe Miñambres, que sustituyó a Juanma a cinco minutos de la conclusión. El resultado final fue de derrota por dos goles, de Joaquín y Emilio, a cero. Por consiguiente, el debut de Aguilera no fue especialmente exitoso en el plano colectivo. Tampoco en el individual. Recuerdo que su esperada (por todos aquellos que como yo desean que triunfe cualquier canterano) y primera intervención, pegado a la cal de la banda derecha, fue un esférico fácil que, al ir a controlar, se le escurrió por debajo de la bota y se perdió fuera de los límites del terreno de juego.
  Su primer gol fue a la temporada siguiente, 88-89, el día nueve de octubre de mil novecientos ochenta y ocho, jornada sexta de Liga. Victoria por uno a dos frente al Málaga en La Rosaleda. Adelantó a los nuestros Orejuela, empató Esteban (“el boquerón”) y Aguilera, que había reemplazado a Futre poco antes, consiguió el definitivo gol en el último minuto.
  Siguió contando ya definitivamente para el primer equipo, si bien sin alcanzar la titularidad en forma indiscutible para ninguno de los sucesivos entrenadores. El de la 89-90, Clemente (el cual, curiosamente, le llevó años después a la Selección), llegó incluso a humillarle en declaraciones públicas, al manifestar que no sabía regatear. La 90-91, con Ivic de entrenador, apenas disputó encuentros. Y fue en la siguiente, la 91-92, con Luis Aragonés en el banquillo, cuando tuvo lugar su definitiva eclosión. Para aprovechar su tremenda velocidad y su demoledora verticalidad, en su línea defensiva de tres centrales, le recolocó en la posición de lateral derecho. De forma esporádica al principio, pero ya de manera definitiva, apartando incluso de la titularidad a una leyenda rojiblanca como Tomás, a partir de la jornada vigésimo-quinta, con victoria en casa frente al Oviedo por tres goles (uno de ellos además de Agulera) a uno.
  Y desde entonces se convirtió en uno de los mejores laterales derechos del fútbol español, posición en la que desarrolló el resto de su trayectoria. Con alguna excepción, curiosamente hacia el final de su carrera, en la que volvió a ocupar posiciones más ofensivas. Y en ese puesto llegó a alcanzar las mieles de la internacionalidad. Fue internacional en siete ocasiones, todas ellas (excepto la última) con Javier Clemente de seleccionador. Debutó el día veinticuatro de septiembre de mil novecientos noventa y siete, frente a Eslovaquia en Bratislava, en partido clasificatorio para el Mundial de Francia 98. Decisivo encuentro, en el que cualquier resultado que no fuera la victoria dejaba prácticamente fuera al combinado español y que se resolvió con un gol del barcelonista Amor cerca del final, que conseguía el definitivo uno a dos, rompiendo el empate que hasta entonces el eslovaco Majoros y Kiko habían subido al marcador. En la recta final del partido, los desaforados ataques españoles sobre la portería rival motivaron que Clemente hiciera debutar a Aguilera, buscando más verticalidad, sustituyendo a otro ilustre lateral derecho del fútbol español, como era Ferrer.          
  Disputó la fase final del reseñado Mundial francés, en el que fuimos desgraciadamente eliminados tras los tres partidos de la primera fase. Aguilera jugó de titular el segundo frente a Paraguay (cero a cero) y el tercero frente a Bulgaria (victoria por seis goles a uno). Su último encuentro internacional (y único con el nuevo seleccionador) fue en el amistoso frente a Rusia, debut de Camacho al frente de la Selección, el día veintitrés de septiembre de mil novecientos noventa y ocho, en Los Cármenes de Granada, con victoria por un gol a cero, anotado por Alkiza. Fue titular en el lateral derecho y sustituido por Etxeberría para nunca más volver.
  Volviendo a su trayectoria rojiblanca, defendió su camiseta durante un total de quince temporadas, desde la 87-88 hasta la 04-05. Quien se ponga a hacer cuentas comprobará que son en total dieciocho. Y es que hubo un paréntesis. El no disponer de la titularidad asegurada motivó que se marchara al Tenerife de Valdano durante tres ejercicios, desde el 93-94 hasta el 95-96. Regresó a la temporada siguiente, para estar cerca de su familia tras el trágico fallecimiento de un hermano. Es decir, retornó inmediatamente después del maravilloso añito del doblete, el cual tuvo que vivir desde la distancia, y no en primera persona, como se hubiera merecido su corazón atlético. No obstante, su segunda etapa fue incluso mucho más exitosa y destacada que la primera. De hecho, es lo que le ha hecho entrar en el Olimpo rojiblanco. Si no hubiera regresado, no hubiera llegado a alcanzar el elevadísimo escalón que ahora ostenta.  
  En total portó nuestra camisola en trescientos sesenta y cinco encuentros ligueros (repartidos por temporadas: 6, 21, 22, 4, 23 y 20 en su primera etapa y 31, 36, 28, 29, 39, 39 -estas dos últimas en Segunda División-, 28, 24 y 15 en la segunda) anotando veintinueve goles (0, 4, 0, 0, 3, 0, 2, 2, 1, 1, 6, 8, 2, 0 y 0). Como se puede comprobar, su rendimiento las dos temporadas de la categoría de plata, 00-01 y 01-02, en las que fue una de las pocas estrellas del equipo que aceptó quedarse, fue superlativo tanto en encuentros disputados como en goles obtenidos.
  Hay que añadir además cuarenta y un encuentros de Copa del Rey, con un solo gol, cuarenta y cuatro más de todas las competiciones europeas existentes en su época (Champions League, Recopa, U.E.F.A. e Intertoto), con cinco tantos (destaca un doblete ante el Wolfsburgo alemán el día veintitrés de noviembre de mil novecientos noventa y nueve; ese día jugaba de centrocampista, el lateral derecho era Gaspar) y cinco de Supercopa de España, con ningún gol.
  Su palmarés rojiblanco incluye las dos Copas del Rey de principios de los noventa. Temporadas 90-91 frente al Mallorca (uno a cero, gol de Alfredo) y 91-92 frente al Real Madrid (dos a cero, goles de Schuster y Futre). Ambas ya analizadas pormenorizadamente en anteriores entradas de este blog. Sin embargo, no llegó a protagonizar ninguna de las dos finales. Ya ha quedado comentado que por poco se quedó sin disfrutar de la gloriosa temporada del doblete.       
  Aunque no es muy del agrado del protagonista, muchos recuerdan la famosa anécdota de la lentilla. En la temporada 96-97, primera tras su regreso, en la eliminatoria de cuartos de final de la Champions League, partido de vuelta en el Vicente Calderón, diecinueve de marzo de mil novecientos noventa y siete, contra el Ajax de Amsterdam. En la ida en la ciudad holandesa, dos semanas antes, empate a uno, goles de Kluivert y Esnaider. El partido comenzó muy bien, con gol estupendo de Kiko a pase precisamente de Aguilera. El lateral derecho estaba borrando por completo del terreno de juego al veloz y habilidoso extremo izquierdo holandés, Overmars. Su velocidad no podía competir con la del madrileño. Pero, recién iniciada la segunda parte, Aguilera se debe dirigir a la banda para reponer una lentilla dañada. El centrocampista de banda derecha, Caminero, bajó a ocupar momentáneamente su ubicación, mientras se arreglaba el incidente. Aprovechando la coyuntura, Overmars, viendo el cielo abierto, se va de Caminero en velocidad por su banda, centra al área donde Ronald de Boer iguala la eliminatoria. Retornado al césped Aguilera, Overmars dejó de existir. Se llega a la prórroga, donde se pierde la eliminatoria. Los goles de Dani (futuro atlético) y Babangida superan al de Pantic. Otro futuro atlético, Musampa, destacaba en los rivales.   
  Aguilera, como joven madrileño criado en el club, como tercer jugador en número total de partidos oficiales disputados (tras Adelardo y Tomás, otro lateral derecho) y como futbolista honesto, deportivo y solidario en el esfuerzo y con sus compañeros, define mejor que nadie la idiosincrasia atlética. Es más fuerte el que se levanta una y otra vez, detrás de cada caída. Desde su actual puesto de director del fútbol base atlético, continúa ejerciendo una impagable labor para el club. Que tenga mucho éxito en su actual labor y que saque muchos jugadores útiles para la primera plantilla. Todos los corazones atléticos (entre ellos, el suyo propio) se lo agradeceremos.


JOSÉ MIGUEL AVELLO LÓPEZ
 

jueves, 3 de enero de 2013

EL MAGARIÑOS

EL MAGARIÑOS

  Es obvio que cuando se acude a un determinado lugar en el que por lo general se disfruta de experiencias placenteras durante bastante tiempo se le termina por coger cariño. Al recinto físico en sí, me refiero. Dada la naturaleza de este blog, relativa a la Historia del club Atlético de Madrid, la traducción del anterior aserto equivale a que todos recordaremos en un futuro con agrado, nostalgia, melancolía, satisfacción y cariño (cuando no amor profundo) el estadio Vicente Calderón, cuando ya no acudamos a él o incluso cuando ya no exista. Es lógico. En él nos hemos emocionado con nuestro equipo, hemos vibrado con nuestros jugadores, hemos reído, hemos llorado, hemos gritado y hemos sufrido (menos de lo que muchos nos quieren hacer ver). Es normal que cuando tenga lugar el anunciado cambio de estadio, y nos traslademos al estadio de la Comunidad (¿se seguirá llamando así?), popularmente conocido como La Peineta (¿se le seguirá llamando así?), será una experiencia traumática para casi todos, incluyendo a aquellos, entre los que me incluyo, que consideran que el cambio a un estadio más moderno y mejor no será sino beneficioso. Además, no hay nada nuevo bajo el Sol. Todas estas mismas sensaciones son las que sintieron los seguidores más veteranos cuando tuvo lugar el otro traslado de domicilio trascendente de nuestra historia: desde el vetusto estadio Metropolitano al nuevo Vicente Calderón (que por entonces se llamaba simplemente del Manzanares).
  Pero toda esta introducción no es sino para llegar al punto al que quiero llegar, y que no es otro que rememorar con la nostalgia y el cariño a que me he referido anteriormente otro de los espacios en los que creció y se agigantó la leyenda del club rojiblanco. En este caso, centrado en la laureada sección de balonmano: el polideportivo Antonio Magariños, comúnmente conocido entre los aficionados que lo frecuentábamos como “El Magariños”.
  Ubicado en pleno centro de Madrid, en la calle Serrano, en las proximidades de la embajada de Estados Unidos, es el pabellón anexo al Instituto Ramiro de Maeztu que, como de todos será conocido, es el germen y la cantera de uno de los clubes más importantes en el panorama baloncestístico español, con el que además los atléticos mantenemos en general amplias simpatías, posiblemente por estar ambas aficiones afectadas por el virus anti-madridista, cual es el Estudiantes.  Pese a que hace muchos años que los estudiantiles ya no juegan en ese pabellón (desde la temporada 87-88), sigue siendo su casa madre, y por ese motivo celebran sus logros deportivos en la cercana fuente de Los Delfines. Obviamente también vinculado con el Instituto Ramiro de Maeztu es el nombre del propio pabellón, ya que Antonio Magariños García fue uno de sus primeros profesores, concretamente de latín. Más tarde Presidente del Estudiantes, desde 1948 hasta 1964. 
  De análoga manera, el Atlético de Madrid de balonmano, tanto en su época anterior como en la actual, de resurgimiento, ha jugado en diferentes espacios. En competiciones europeas, debido a que la cancha no llegaba a las medidas reglamentarias europeas de 40 por 20 (le falta un metro de largo, se queda en 39), se jugaba tradicionalmente, por ejemplo en la mítica final de la Copa de Europa contra la Metaloplástika, en el Palacio de los Deportes (pre-incendio). Sin embargo, en alguna ocasión (desconozco el por qué, si las medidas son siempre las mismas; igual era en razón de la ronda de competición que se disputara) sí que se nos permitió celebrar competición europea en el Magariños. Recuerdo en particular un memorable encuentro de ida, un domingo por la mañana, contra el Magdeburgo, entonces de la República Democrática Alemana, al que se venció por una abultada renta de diez goles. Pese a lo cual, en la vuelta, se sufrió y casi nos remontan.
  Cuando la sección empezó a tener problemas de sostenibilidad se trasladó a pabellones del extrarradio, como Alcorcón durante unos pocos años y Alcobendas los últimos, antes de su desaparición, en busca del calor de los públicos locales. Sin embargo, para los tradicionales como yo, y muchos otros más, me consta, nos era particularmente incómodo poder seguir al equipo. Reconozco que nunca llegué a acudir a Alcobendas, pese a que entonces vivía en el norte de la capital y no me pillaba muy alejado, y tan sólo en una ocasión a Alcorcón, otro domingo por la mañana, en un encuentro de competición europea contra el Widewz Lodz polaco, en el que destacaba y se dio a conocer en España un tal Bogdan Wenta.
  Felizmente recuperada la sección de balonmano, disputa en la actualidad sus partidos en el carabanchelero Palacio de Vistalegre. Dado que ahora vivo en Zaragoza y voy a Madrid de vez en cuando, principalmente a ver a la familia, todavía no he tenido el placer de acudir a dicho recinto. No obstante es algo que tengo en mente y que lo haré con ilusión tan pronto como tenga ocasión.
  Pero para todos aquellos que nos consideramos veteranos aficionados del balonmano atlético el Magariños siempre ha tenido y tendrá en nuestros corazones una especial significación. El equipo ha jugado en ese pabellón hasta la temporada 91-92. Empezado a construir en 1966 e inaugurado en 1971, yo siempre le he visto jugar en él, con las excepciones antedichas. Para mí, mentar equipo de balonmano del Atlético de Madrid es acordarme del Magariños, y viceversa.     
  Tradicionalmente los partidos se celebraban o bien los sábados por la tarde o bien los domingos por la mañana. Los que éramos socios del Atlético de fútbol teníamos descuentos más que interesantes, pero era obligado pasar por taquilla. Unas taquillas pequeñas, minúsculas, a las que se llegaba después de subir una pequeña rampa, en las que apenas se llegaba a divisar al taquillero, ubicadas en unos habitáculos protegidos con reja que, con forma de vértice, parecían salir hacia el exterior, en busca del aire de la vía pública. Además, creo recordar que las localidades que se expedían, en tiempos en los que la informática no estaba aún generalizada, no reflejaban ni siquiera el partido concreto al que se estaba acudiendo, sino que eran unas entradas genéricas, extendidas sobre papel azul o beige en las que solamente se identificaba el equipo local, sin numeración de asientos.
  Una vez obtenido el precioso boleto, tenías que desplazarte hacia la izquierda, en busca de la única puerta abierta para el público en general. Traspuesta ésta, estabas en la parte trasera de las gradas, desde donde de inmediato accedías a las mismas y a la cancha. Entre una y otras apenas existía una barandilla baja de separación, con la indudable finalidad de que los que se aposentaran en las primeras filas pudieran divisar el espectáculo sin impedimento alguno. Ésta solía ser la ubicación por mí elegida, en el lateral de enfrente de los banquillos. Estando tan cerca, vivías la emoción del partido más intensamente.
  A mí particularmente, desde que entrara en él por primera vez, siempre me subyugó la peculiar arquitectura de este polideportivo, distinta a la de cualquier otro que haya podido conocer. Entre estas pocas primeras filas de gradas bajas y las más elevadas del primer piso, más numerosas, existía un pasillo de deambulación, el cual, curiosamente, solo daba acceso a las sillas bajas, y se llenaba de espectadores de pie en aquellos encuentros de especial trascendencia frente al eterno rival del Barcelona o en competiciones europeas. Para acceder a las altas, había que dirigirse a las escaleras ubicadas en las esquinas, que son las que iban subiendo de piso en piso, hasta el primero, donde existía el mayor número de filas, e incluso hasta el segundo, donde también estaban habilitadas unas pocas líneas más de asientos. Guardo especial recuerdo de uno de esos intensísimos derbis con el Barcelona, ganado por escaso margen, con un López León estelar, en el que, en contra de mi costumbre tuve que subir a este segundo piso, al haber llegado con poco tiempo y estar ya repleto el resto del pabellón. Lo cierto es que desde ahí arriba se vivía un ambiente muy especial, al recogerse de un solo plumazo todo el colorido y todo el sonido reinante. En una de las esquinas laterales del primer piso, enfrente de los banquillos, las sillas individuales habían sido retiradas, a petición de la fantástica, divertidísima y peculiar hinchada del Estudiantes, la “Demencia”, que gustaba de contemplar los partidos de su equipo de pie.
  Pero lo que para mí era más característico de este recinto eran los fondos. En ambos, en los pisos primero y segundo, y en toda su longitud, existía una especie de mini-palcos (como en un teatro elegante), en los que te encontrabas justamente por encima de la cancha, pudiendo participar del espectáculo como si estuvieras allí mismo. Era una ubicación especialmente diferente, justamente por encima de las porterías.
  Y es que las canastas de baloncesto disponían de amplio espacio alrededor, pero las porterías de balonmano no. Parecían incrustadas y encajadas justamente en los huecos de los fondos, debajo de estos palcos. Había que proteger las paredes con abundantes colchonetas, para que los jugadores lanzados al contraataque (sobre todo, Milián), no se chocaran con ellas con peligro para su integridad física. 
  Desde que dejó de jugar en este recinto el Aleti de balonmano, no he vuelto a acudir a él. Tengo entendido que su fisonomía se ha visto recientemente reformada y que ha variado sustancialmente respecto a la descrita. Es el inevitable paso de los tiempos.   
  Y en este recordado pabellón es donde vimos deambular, haciéndonos sufrir las menos y disfrutar las más de las ocasiones, a míticos jugadores que forjaron la leyenda rojiblanca. Además de los ya analizados en el presente blog Lorenzo Rico y Milián, y del pendiente aún de tratar Cecilio Alonso, quiero tan sólo dedicar un pequeño recuerdo a muchos de ellos. Que me perdonen todos aquellos que hayan huido de mi memoria y que no hayan sido mentados, pero lo que es indudable es que, aunque pueda que no estén todos los que son, sí que es seguro que son todos los que están.
  Así, recuerdo en la portería la rapidez de movimientos de De Miguel, la solidez de Díaz Cabezas (especialista en detener lanzamientos rivales con la cara) o la elasticidad de Claudio. No llegué a ver partido alguno en su época de jovencísimo guardameta a Hombrados, único jugador que ha permanecido y enlazado la anterior etapa balonmanística atlética con la actual, ahora ya ilustre veterano. Por encima de todos ellos, Lorenzo Rico.


  En el pivote, todos ellos contundentes y voluminosos, la elegancia de movimientos de Román (al que compartir apellido con el míster Juan de Dios no le libró de monumentales y repetidas broncas), la agresividad de De la Puente (con el aumentativo “Juanón”, claro revelador de su origen asturiano), la sabiduría del serbio Vukovic y la calidad de Luis García (también identificado por un similar aumentativo, “Luisón”, en este caso no por su origen asturiano, dado que era madrileño, sino por mímesis con su mentor, el reseñado Juanón de la Puente).
  En los extremos, la principal característica de todos ellos era la rapidez y velocidad (aunque ninguno de ellos podía igualar la de Milián). Así, el pequeñito estadounidense Story y los españoles Parrilla, de enorme calidad de pase y disparo, Fernando García, de tremenda versatilidad, y otro García, Quique, zurdo, hermano de Luisón, quizá el menos rápido de todos, pero gran seleccionador del disparo adecuado.
  Y finalmente, las primeras líneas, centrales y laterales, donde la principal característica de todos ellos era la dureza del disparo: la sapiencia de López León, la veteranía de Novales, el disparo portentoso de muñeca del zurdo Uría, otro zurdo, danés, de valentía mayúscula, Stroem, el asturiano Chechu, el de mayor estatura, más de dos metros (y el otro principal blanco de las iras del entrenador), el por entonces jovencísimo Reino, que luego se consagraría como importantísimo lanzador y pasador, la elegancia de Marín, la acometividad de Jesús Gámez y la gallardía y arrojo, rayando en la temeridad, golpeándose la cara una vez tras otra contra las defensas adversarias, de Garralda. Y, por supuesto, por encima de todos ellos, el mítico Cecilio Alonso.
  Todos ellos consiguieron que el Magariños se perpetúe en la memoria y en los tiempos. Nombrar cualquiera de los extraordinarios jugadores antedichos nos evoca aquellos maravillosos años en los que acudíamos al viejo y entrañable polideportivo a disfrutar de sus habilidades. Que me perdonen los aficionados del Estudiantes, que muy probablemente tengan derecho a no compartirlo, que para eso estaban ellos allí primero, pero repito que para los atléticos decir Magariños es decir balonmano. Y viceversa.       


JOSÉ MIGUEL AVELLO LÓPEZ