miércoles, 28 de noviembre de 2012

LA FINAL DEL 92

Alineación titular: Schuster, Abel, Futre, López, Vizcaíno y Soler;
 Tomás, Manolo, Moya, Solozábal Y Donato.
LA FINAL DEL 92

   Con motivo de la recientemente obtenida Supercopa de Eurocopa, a finales de agosto de 2012, en memorable partido contra el Chelsea londinense, hubo varios debates y foros en los que se discutió sobre el hecho de que hubiera podido ser el mejor partido de toda la larga historia rojiblanca. En particular recuerdo el lanzado desde su excelente columna diaria por el Director del diario “As”, Alfredo Relaño, que abundaba en dicha tesis. Coincido plenamente con la misma. En mi humilde opinión, nuestro equipo jamás jugó de forma tan brillante y contundente, mostrando un tremendo empaque y una solvencia demoledora. Pero traigo este asunto a colación porque en el alud de opiniones sobre el tema que sobrevinieron, me sorprendió que hubiera muchos atléticos que consideraran que el mejor partido de nuestra historia fuera el que hoy vamos a abordar: la final de la Copa del Rey del ejercicio 91-92, conquistada en forma majestuosa ante el eterno rival madridista, en su propio feudo del estadio Santiago Bernabéu.
  Y me sorprendió porque a nadie escapa la trascendencia y significado más que especial del encuentro en cuestión. Era mojar la oreja en su propio estadio a uno de los mejores equipos del Real Madrid de toda su historia, superándoles con creces no tan sólo en el juego, como era frecuente por esa época, sino también en el marcador final, lo que no era tan habitual. Y además vengando recientes y dolorosas afrentas, sufridas por toda la afición en general y en forma particular precisamente por los dos genios que resultaron goleadores en el partido: Schuster y Futre. La importancia intrínseca del magno acontecimiento es equiparable a la que debieron sentir otros muchos seguidores más veteranos (recuerdo en concreto al insigne rojiblanco director de cine José Luis Garci, al que se lo he oído comentar en más de una ocasión) cuando se ganaron brillantemente las dos primeras Copas (entonces del Generalísimo) frente al mismo rival y en el mismo escenario. Temporadas 59-60 y 60-61. Sendas victorias por 3 a 1 y 3 a 2, del Atlético de Adelardo, Peiró y Collar frente al Real Madrid de Di Stéfano, Puskas y Gento.    
  Pero en cuanto al desarrollo del juego en sí, con independencia de que fuéramos infinitamente superiores al rival, no lo recuerdo como especialmente primoroso e inolvidable, como sí lo fue el de la Supercopa europea. Se derrochó oficio, seguridad, contundencia y saber hacer, pero no se llegaron a alcanzar (repito, en mi humilde opinión), los niveles de excelencia alcanzados en el 2012.
  En cualquier caso, este debate ya olvidado (ya se sabe que en el mundo del periodismo no hay nada más viejo que una noticia de ayer) y que yo he reabierto en cierta forma me sirve para enlazar con el miniserial que estoy dedicando a aquellas finales del equipo a las que tuve la dicha y fortuna de poder acudir “in situ”. Tras la final de Lyon y la del Mallorca, llegamos a esta final del 92. Y la he querido recordar con ese nombre, además de cómo signo diferenciador de un año importantísimo para la historia del deporte español en general (¡esos inolvidables Juegos Olímpicos de Barcelona!), para distinguirla de todas las otras muchas finales brillantemente conquistadas en el mismo recinto, varias de ellas ante el mismo rival.
  Y como hicimos en los dos artículos dedicados a las dos finales antedichas, vamos en primer lugar a repasar someramente la trayectoria hasta la final. Nuestro equipo entró en liza ya bastante adelantada la competición, en octavos de final, por lo que tuvo que disputar apenas tres eliminatorias para llegar a ella. Eso sí, todas ante equipos de Primera División.
Futre en acción
  En octavos el bombo nos emparejó con el Oviedo, por entonces en tiempos de bonanza. La ida tuvo lugar en el viejo Carlos Tartiere el día ocho de enero de mil novecientos noventa y dos. Es decir, ya se había abandonado la inveterada costumbre de disputar las eliminatorias coperas en mayo, al finalizar el torneo liguero, y se había adoptado prácticamente el sistema actual de celebrar todas las eliminatorias, hasta la final, en los meses de invierno (principalmente, enero). Y susto. Derrota por un gol a cero, anotado por el delantero vasco Sarriugarte al poco de comenzar el encuentro. Tocaba remontada en Madrid. Y se remontó. ¡Y cómo!. Catorce días después, el veintidós de enero, en noche fría y brumosa, pero desde otro punto de vista, brillante, goleada por cinco goles a cero. Completaron el resultado Futre, anotando el primer gol y el quinto, y entremedias Toni, Moya y Manolo.
  En cuartos de final el rival fue el Athletic de Bilbao. Una vez más, sucursal contra casa madre. Y una vez más el “hijo” salió respondón. Ya quedó zanjada la eliminatoria en la ida, disputada en San Mamés el día cinco de febrero. Contundente victoria por cero goles a tres. Goles de Manolo de penalti y dos de Futre. Buenísimo partido del equipo, en especial de este último. La estrella lusa estaba disfrutando de su mejor época con la elástica rojiblanca, como es fácilmente deducible. Y trámite en Madrid, En esta ocasión tres semanas después, el veintiséis de febrero, se redondeó el marcador global con una nueva victoria por un gol a cero, anotado por Vizcaíno de penalti cerca del final.
  En semifinales, el Deportivo de Coruña. Curiosamente, sobre el papel, el rival menos fuerte de los tres. Acababa de regresar a Primera División, después de veinte años, y había conservado dignamente la categoría. La eliminatoria sí que tuvo lugar en esta ocasión al finalizar la Liga. La ida, el día catorce de junio, en el Vicente Calderón. Cómoda victoria por dos goles a cero. Los goleadores, Manolo y Schuster. Y la vuelta, en Riazor, el día veinte de junio. El gol de Manolo mediada la segunda parte sentenciaba la eliminatoria. El de Djukic de penalti cerca del final tan sólo sirvió para obtener el empate en el partido. El yugoslavo era uno de los miembros de la plantilla deportivista que a partir de la temporada siguiente forjarían la leyenda del Superdepor, sobre todo con la llegada de los astros brasileños Mauro Silva y Bebeto.
  Y la gran final tuvo lugar en el estadio Santiago Bernabéu, el día veintisiete de junio de mil novecientos noventa y dos. Una vez más, no existieron con las entradas los problemas que luego llegarían a suscitarse al cabo de los años con otras finales. Para los socios, para todos, sin distinción de antigüedades, nos habilitaron unas taquillas especiales en el propio estadio Vicente Calderón. Fuimos durante los días establecidos, ni siquiera era un día único, retiramos nuestras localidades previa espera en una cola nada escandalosa y sin más dilación estábamos ya preparados para asistir al magno acontecimiento. Pocos años después, en 1999, habiendo querido asistir a la final de Copa contra el Valencia en el estadio de La Cartuja de Sevilla, me tuve que quedar con las ganas. Ya la demanda se había incrementado exponencialmente y habían dejado un solo día para la retirada de entradas por parte de los socios. Y el día en cuestión, después de haber estado toda la mañana esperando en una cola que daba más de una vuelta al propio estadio, poco antes de llegar al destino prometido, nos cerraron las taquillas en la narices sin vendernos más entradas. Lo cierto es que desde entonces jamás he conseguido obtener boletos para acudir a cualquier otra de las finales (que no han sido muchas, pero tampoco pocas) a las que ha llegado nuestro equipo.
Celebrando uno de los goles ante la parroquia madridista
  En esta ocasión, mi localidad se ubicaba en la grada de lateral, en la esquina conformada entre la misma y el fondo norte, que fue el asignado para la hinchada atlética. Me llamó la atención que la práctica totalidad de mis vecinos de asiento no parecían ser socios de la entidad, sino, por las pancartas, carteles y banderas escritas que portaban, peñistas provenientes de otras provincias, como Ávila, Toledo, Cáceres o Badajoz. Comprendí de primera mano las ventajas de que disponen las peñas a la hora de conseguir entradas para acontecimientos especiales, ventajas de las que ignoro si seguirán disfrutando en la actualidad.
  Al igual que el año anterior frente al Mallorca, me gustó llegar al estadio con mucha antelación, para rodearlo en todo su perímetro y empaparme del ambiente. En teoría, las aficiones estábamos separadas y no podíamos mezclarnos. Pero como iba solo, no portaba ningún distintivo del equipo (por esa época no me gustaba llevarlos; ahora sí) y no me debieron ver peligroso, nadie me puso problema alguno para mi paseo perimetral.
  Bajo las órdenes del colegiado asturiano Díaz Vega, las alineaciones fueron las siguientes: por parte del Real Madrid, Buyo; Chendo, Tendillo, Sanchís, Villarroya (Paco Llorente, mínuto 45); Michel, Milla, Hierro, Hagi (Alfonso, minuto 12); Luis Enrique y Butragueño. El entrenador era el holandés Leo Beenhakker. Y por parte del Atlético de Madrid: Abel; Tomás, López, Donato, Solozábal, Soler; Vizcaíno, Schuster; Manolo (Toni, minuto 77), Moya (Alfredo, minuto 59) y Futre. Nuestro entrenador, el legendario Luis Aragonés, en una más de sus múltiples etapas en el banquillo rojiblanco. El cancerbero Abel conseguía por fin disputar una final victoriosa con su equipo (había jugado la perdida frente a la Real Sociedad en 1987 y se había perdido la del año pasado frente al Mallorca). Los dos únicos fichajes de ese año jugaron de titulares: Soler, que más que fichaje era cesión del Barcelona. Hizo un buen año, taponando si acaso la irrupción de un prometedor Toni que a partir de la temporada siguiente, con su marcha, sería irrefrenable. Luego, por cierto, entre los muchos equipos en los que jugaría, lo hizo también en los rivales blancos. Y Moya, que le dio al equipo un cariz más ofensivo. Empezó la temporada maravillosamente, para luego ir disminuyendo su rendimiento de forma paulatina. Schuster y Vizcaíno dejaron de tener un acompañante en la línea medular, ya que el recién llegado se desplazó hacia la delantera, para acompañar a Manolo y Futre. Eso sí, ninguno de los tres era delantero centro clásico. Seguíamos con el sistema, anticipándonos en el tiempo veinte años, del delantero centro falso o mentiroso.
Gol de Schuster
  Respetando el dibujo táctico de la anterior temporada, Luis jugaba también este año con esquema de tres centrales. Como curiosidad, de la terna de la final del año pasado, habían desaparecido (de la alineación titular de este partido, no de la plantilla) Ferreira y Juanito, dejando paso a dos iconos de la historia rojiblanca como López y Donato. El único que repetía final era Solozábal, apenas un mes después campeón olímpico.
  Lo primero destacable del encuentro fue la lesión del rumano Hagi. Una noble entrada de López (como todas las suyas, ¿acaso hay alguien que lo dude?) la provocó. El ritmo del partido se vio claramente desde el inicio que lo manejaba la escuadra rojiblanca. Movía el cuero con alegría y velocidad de un lado al otro del terreno de juego. En estas, a los siete minutos, falta madridista. Bastante lejos del arco. Para cualquier otro jugador, estaba tan retirada que ni se podría pensar en el lanzamiento directo. Pero nosotros disfrutábamos de Schuster. El lanzamiento de faltas era una de sus especialidades, y el de estas un poco alejadas su sello de identidad. Se hizo el silencio en todo el estadio. La mitad de las gradas se temía lo que se avecinaba. La otra mitad lo anhelaba. El genio alemán se posiciona encima del balón. Apenas coge carrerilla, como era característico de él. Golpea el balón con el interior del pie derecho. Para haberle dado con esa superficie, sale con una potencia inusitada (otra de sus cualidades). Y colocación portentosa. Teledirigido a la escuadra. La estirada de Buyo no vale sino para salir en la foto. Las gradas rojiblancas se abrazan alborozadas.
Gol de Futre
  Poco después, tras renquear unos minutos, Hagi se retira. Los blancos debían de atacar ahora, en busca del empate. Pero son los rojiblancos los que enlazan feroces ataques, uno detrás de otro, en busca del marco rival. Nada novedoso, es lo que siempre pasaba en los “derbies” de aquellos años. Penalti flagrante de Buyo a Schuster no pitado. Y poco después se obtiene premio. A los veintinueve minutos, enésima escapada de Futre por la banda izquierda, con Chendo persiguiéndole como siempre  sin alcanzarle. Apenas pisa el área, sorpresivo disparo (porque no se prodigaba en exceso en el disparo lejano). La velocidad de la acción y la violencia y certeza del disparo sorprenden a Buyo (recordemos: acérrimo enemigo del portugués, aún más allá de los terrenos, desde cierto incidente ya recordado en el artículo dedicado a Futre) y el balón se dirige a la misma escuadra que antes había encontrado Schuster, que para eso se sabía ya el camino. Años después, el astro luso confesaba que la dulce victoria y su manera de conseguirla había sido su mejor recuerdo en rojo y blanco.                   
  Media hora de confrontación y el partido parecía resuelto. O al menos encarrilado. Que con ese rival enfrente nunca se sabe. Habíamos vivido muchas situaciones parecidas en las que habían conseguido dar la vuelta al marcador. Y para muestra, un botón reciente. Apenas dos años antes, en la trigésimo séptima y penúltima jornada de la Liga 89-90, tras haber llegado al descanso con diferencia de tres goles a cero, de Baltazar, Orejuela y Manolo, los blancos, arbitraje calamitoso del catalán Mazorra Freire mediante, llegaron al empate a tres, por medio de Hierro, Losada y de nuevo Hierro, ya fuera de tiempo, transformado una inexistente y lejanísima falta directa.
Futre recoje la Copa
  Por eso, si bien el encuentro desde entonces discurrió con relativa tranquilidad, y sus escasos ataques eran perfectamente controlados por nuestra zaga, muchos tuvimos que acordarnos de ese antecedente y de otros similares cuando en el minuto sesenta y nueve, el árbitro nos sancionó con un penalti en contra. El típico que le pitaban siempre a Butragueño, el cual buscaba al portero rival que desde hacía media hora estaba ya tirado en el suelo. Michel lo tira a su izquierda con potencia. Pero Abel tiene su minuto de gloria en la final y con una portentosa estirada despeja el esférico. De ahí al final, los blancos perdieron toda su fuerza y el juego fue un continuo baile rojiblanco, que, de habérselo propuesto, podría haber hecho sangre y obtenido un marcador histórico.
  Cuando concluyó el encuentro y Futre como capitán recogió la Copa, muchos aficionados atléticos, en el estadio y fuera de él, lo celebramos intensamente. Había sido una vivencia inolvidable. Comprendo que para todos aquellos que actualmente rondan la treintena, les dejara marcados. Ese día, muchas vocaciones atléticas o bien se descubrieron o bien, sobre todo, se confirmaron y reafirmaron. 
  

JOSÉ MIGUEL AVELLO LÓPEZ

miércoles, 21 de noviembre de 2012

MARCELINO

MARCELINO

  Comenzamos el artículo de hoy con una breves disquisiciones (no me atrevo a llamarlo lecciones) tácticas, que se adaptan perfectamente a nuestro protagonista. Cuando, a mediados de los años sesenta, uno de los dos centrocampistas atrasa su posición y se incrusta en la línea defensiva, ésta pasa a estar conformada por cuatro jugadores, dos defensas centrales (o uno y líbero) y dos laterales. Es el esquema táctico mayoritario hasta hoy en día, con alguna excepción para las líneas de tres o de cinco miembros. Hasta que esa circunstancia no se dio, los zagueros apenas se incorporaban al ataque. Bastante tenían con lidiar en desventaja de tres contra cinco (los delanteros oficiales en esa época). Pero, una vez que se vieron más protegidos, poco a poco se lanzaron a alcanzar más protagonismo ofensivo, cubriendo el espacio que los atacantes dejaban libre al retrasarse igualmente. Si bien en algún caso ese avance se dio por la parte central, generalmente fueron los defensas laterales los que atacaban más. Hacia mediados de los años 70, los laterales más valorados y modernos eran los que, guardando su parcela como primera premisa, por supuesto, más y mejor atacaban. Fiel paradigma de esa modernidad era Marcelino. En este sentido, recuerdo como en uno de sus partidos con la Selección española, concretamente en el amistoso disputado en el parisino Parque de los Príncipes, contra Francia el día ocho de noviembre de mil novecientos setenta y ocho, con derrota final por un gol a cero, anotado por el defensa central Specht, desplegó un juego portentoso, un vendaval de constantes subidas y centros por su banda derecha. Fue probablemente el partido más completo que le recuerdo, dentro de su magnífica línea de regularidad y tono notabilísmo. De hecho, para nuestro entrenador de entonces, el húngaro Ferenc Zsuzsa, que acababa de arribar al equipo tras haber comenzado la temporada en el banquillo Héctor Núñez y ser cesado al poco tiempo, fue una gratísima sorpresa. Estaba tan recién llegado que incluso desconocía la verdadera valía de sus jugadores y para él, según comentó al día siguiente en los medios de comunicación, fue sorprendente ver que disponía en su plantilla de un defensa lateral derecho que se adaptaba tan bien al concepto moderno.
  Marcelino Pérez Ayllón nació en Sabadell el día trece de agosto de mil novecientos cincuenta y cinco. Tras despuntar en categorías inferiores en diferentes equipos de su tierra, como el Gimnástico Mercantil, disputa con el Sadabell dos excelentes campañas en Segunda División, 72-73 y 73-74, que le posibilitan su fichaje por el equipo colchonero. Muy jovencito además, a punto de cumplir diecinueve años. Por aquel entonces jugaba de centrocampista, posición en la que igualmente disputó sus primeras campañas rojiblancas. Pero fue nuestro legendario entrenador Luis Aragonés, que llegó a compartir plantilla con él como jugador durante unos pocos meses,  el que en sus primeros años de técnico le cambió de ubicación y con ello, para bien, su futura trayectoria. Vio que su velocidad, anticipación e impetuosidad rendirían mejor al equipo en banda y le colocó de lateral, para suplir a otra leyenda rojiblanca como era Melo. A partir de ahí su rendimiento fue sobresaliente. El mismo camino hacia el lateral se lo hizo tomar en sus sucesivas etapas a otros discípulos bajo sus órdenes, con diferentes resultados: magníficos, como Aguilera, circunstanciales, como Quique Ramos, o meramente episódicos, como Pedro Pablo. Seguro que la reciente reconversión de Juanfran hubiera sido muy del agrado del sabio de Hortaleza.
  Marcelino defendió los colores rojiblancos durante once excelentes temporadas, desde la 74-75 hasta la 84-85, ambas inclusive. Jugó un total de ciento noventa encuentros ligueros, en los que anotó tres goles (no se puede decir que fuera excesivamente goleador), cuarenta y uno de Copa (del Generalísimo o del Rey), con un gol, y veintiuno de diferentes competiciones europeas, sin gol alguno. Como todas las leyendas rojiblancas que estamos rememorando en esta serie de artículos, uno de los motivos indudables de su éxito fue su regularidad, dado que disputó el siguiente número de encuentros ligueros, en sus once ejercicios: 15 (su primer año, de asentamiento), 21, 28, 34 (todos), 32, 6 (este año debió de estar lesionado), 19, 12, 16, 7 y 0 (este último año tan sólo jugó dos encuentros de Copa). Los números no mienten, y muestran claramente como su rendimiento fue en ascenso imparable, con esos picos majestuosos de las temporadas 77-78 y 78-79 (sin duda alguna, su mejor época; además, de sus tres goles ligueros, dos lo fueron en estas temporadas, a razón de uno por cada una; el otro lo fue en la 80-81), para luego ir descendiendo paulatinamente.
  Su debut tuvo lugar en la primera jornada de la Liga 74-75, el día ocho de septiembre de mil novecientos ochenta y cuatro, en un triste empate a cero contra el Granada en el Vicente Calderón, compartiendo medular con Irureta y con Luis, el cual, apenas un par de meses después, de manera sorpresiva, tras el cese del entrenador Juan Carlos Lorenzo, dejaría de ser su compañero y pasaría a ser su entrenador.
  En cuanto a los reseñados goles, al igual que hicimos en el artículo dedicado a Solozábal, dado su escaso número, vamos a repasarlos someramente. Si bien existe una diferencia: los del central los recuerdo todos ellos vívidamente; los del lateral, no, son todos fruto de documentación previa. Por aquellos tiempos yo todavía no acudía al estadio y los resúmenes televisivos muchas veces ni existían. El primero cronológicamente fue el gol copero, ya que lo anotó el día diecinueve de junio de mil novecientos setenta y seis, en las semifinales de la Copa del Generalísimo (la última que se disputó) frente a la Real Sociedad. En la ida, se había vencido en Atocha por un gol a cero (de Panadero Díaz, uno de los pocos que el zaguero argentino consiguió con nuestros colores). Y en la vuelta en el Vicente Calderón, el gol del centrocampista Marcelino, luego empatado por Muruzábal, valió para meter al equipo en la final, que a la postre se ganaría frente al Zaragoza por un gol a cero, el último de Gárate, tal y como recordamos en el artículo a él dedicado, primero de este blog.
  Y en cuanto a los goles ligueros, fueron los siguientes: el primero, ya jugando de lateral, frente al Salamanca, el día trece de noviembre de mil novecientos setenta y siete, jornada 10ª de Liga. Victoria por cuatro goles a dos. El suyo fue el primero, completando luego el resultado Rubio y Rubén Cano en dos ocasiones. El segundo, frente al Celta, el día veintiuno de enero de mil novecientos setenta y nueve, jornada 17ª de Liga. Victoria por cuatro goles a cero. El suyo, el tercero. Los otros goles fueron del mago brasileño Leivinha, en una de sus tardes inolvidables. Y el tercero y último, el cinco de octubre de mil novecientos ochenta, jornada 5ª de la Liga 80-81, la primera del Doctor Cabeza en la Presidencia, García Traid en el banquillo y que casi ganamos, perdiéndola al final dolorosamente (¡ese Álvarez Margüenda!). Victoria por dos goles a uno. El de Marcelino sirvió para empatar el inicial de Dani, y que luego Rubio, de penalti a tres minutos del final, consiguiera el resultado final.
  El palmarés de Marcelino con la camiseta rojiblanca incluye la práctica totalidad de los títulos de la década de los 70: la Copa Intercontinental de la temporada 74-75 (si bien no jugó ninguno de los dos partidos de la final, frente al Independiente de Avellaneda, ya figuraba en la plantilla), la Copa del Generalísimo (en la que sí jugó la final, tras participar de forma activa en las eliminatorias, como acabamos de ver al reseñar su gol en semifinales frente al conjunto donostiarra) y la Liga de la temporada 76-77, en la que ya sí que tuvo un protagonismo activo, iniciando su fase de esplendor.
  Por lo que hace referencia a su trayectoria en la Selección española, defendió la elástica de “La Roja” en trece ocasiones, todas ellas con Kubala de seleccionador. Con motivo de su debut recuerdo una entrevista periodística en la que nuestro jugador alucinaba con el simple hecho de poder portar en los entrenamientos un chándal con el nombre de “España” grabado en el pecho. Debutó el día veintiséis de octubre de mil novecientos setenta y siete, en partido clasificatorio para el Mundial de Argentina 78 disputado, curiosamente, en el estadio Vicente Calderón, contra Rumania. Sustituyó por lesión a otro lateral derecho reconvertido, en este caso desde la posición de extremo, cual era el bético Benítez. Se venció por dos goles a cero. Ese mismo día, tal y como ya recordamos en el artículo a él dedicado, Leal marcaba su primer y único gol como internacional. El segundo fue de Rubén Cano, peinando ligeramente una falta lateral botada por el madridista Pirri. Tan ligeramente que éste propugnaba para sí la autoría del gol. Y Marcelino cumplió su cometido estupendamente bien. Tanto que se hizo con el puesto de lateral derecho titular durante los dos siguientes años, por encima de rivales como el madridista Sol, el españolista Ramos, el barcelonista De la Cruz, el mentado bético Benítez o el valencianista Carrete. Durante esos tiempos Marcelino, Leal y Rubén Cano fueron la constante aportación de nuestro club al combinado nacional. Por consiguiente, participó en la épica victoria frente a Yugoslavia, que sellaba el pasaporte para el Mundial argentino, con la victoria por uno a cero con el mítico gol de Rubén Cano, en los tres partidos de la fase final de dicho Mundial, como titular, frente a Austria, Brasil y Suecia, y en los primeros clasificatorios para la siguiente gran cita internacional, la Eurocopa de Italia 80. Su último entorchado, en esa fase clasificatoria, fue el día cuatro de abril de mil novecientos setenta y nueve. Curiosamente, contra Rumania, el mismo rival contra el que había debutado. En esta ocasión, en suelo rumano, en Craiova. Empate a dos. Los dos goles locales de Georgescu fueron contestados por los dos españoles del bilbaíno Dani.                              
  Marcelino, desde los tiempos de mi niñez y primera adolescencia, que magnifican e intensifican los acontecimientos, fue el lateral derecho perfecto. En mi opinión, el mejor del que hayamos podido disfrutar, por encima de otros ídolos rojiblancos posteriores como Tomás o Geli (no vi jugar a Revilla). Su velocidad, garra e impetuosidad servían no tan sólo para defender imperialmente su parcela, sino también, tal y como anticipamos en la introducción del presente artículo, para arrojarse con valentía y rapidez al ataque. Todo ello coronado por su tremendo carisma, personalidad y amor propio. Su anterior ubicación de centrocampista de brega y pelea le valió para desplegar y acentuar sus aspectos defensivos y así marcar hasta el aburrimiento a los extremos rivales. Pero lo que creo que sin duda alguna ha quedado impreso en el imaginario colectivo es su facilidad para el despliegue ofensivo. Sus continuas subidas eran jaleadas desde la grada y fue uno de los pioneros de todos los demás laterales ofensivos que hayan podido venir con posterioridad.               



JOSÉ MIGUEL AVELLO LÓPEZ

jueves, 15 de noviembre de 2012

LOCALES EN EL BERNABÉU



Plantilla de esa temporada
LOCALES EN EL BERNABÉU

 
  En el artículo de hoy vamos a escribir sobre un partido concreto. No es un partido más. Presenta una interesante particularidad que muchos seguidores jóvenes desconocerán. Es posible que ahora cuando la conozcan les llegue a parecer inverosímil. Pero ocurrió. Otros que sí vivieron esa circunstancia es muy posible que la hayan apartado a alguno de los rincones más alejados de su memoria, como un mal sueño, deseando que nunca jamás vuelva a repetirse. Pero otros simplemente nos acordamos de ello como algo que aconteció circunstancialmente y que no hay que abominar de ello. Está escrito en los renglones de la Historia y de necios sería negarlo o ignorarlo.
  Y la particularidad en cuestión no es otra sino que existió una vez un partido que nuestro glorioso equipo, el Club Atlético de Madrid, disputó como equipo local sobre las verdes praderas del estadio…¡Santiago Bernabéu!. Y estamos hablando de la época contemporánea. Hubo otras ocasiones anteriores en la historia. En primer lugar, al finalizar la Guerra Civil, primeros años 40 del siglo pasado, mientras se reconstruía nuestro recordado estadio Metropolitano, en tiempos del legendario Atlético Aviación, llegamos a disputar un par de temporadas en el viejo Chamartín, por entonces feudo del eterno rival (por consiguiente, los partidos tanto de ida como de vuelta se jugaban en dicho recinto. Por cierto, que casi siempre ganábamos nosotros; eran aquellos tiempos en que conquistábamos nuestro primeros trofeos ligueros, mientras que los blancos coqueteaban con el descenso).
  Al paso de unos pocos años, se tuvo que repetir experiencia, ya en el nuevo Chamartín, que al poco de construirse pasó a denominarse con el nombre de su entonces Presidente, Santiago Bernabéu, con motivo de los primeros partidos nocturnos de competiciones europeas (hacia finales de los años 50). Comoquiera que el Stadium (como se conocía popularmente a nuestro feudo) carecía de iluminación eléctrica, los vecinos madridistas nos cedieron generosamente su recinto para alguno de estos partidos. No muchos, porque enseguida se subsanó la deficiencia de nuestro estadio. De hecho, recuerdo haber visto viejos documentales con partidos europeos celebrados de noche en el Metropolitano.
  Pero, haciendo comparación con las épocas en las que tradicionalmente se divide la Historia, todo eso pertenece, si no a la Prehistoria, al menos a la Edad Media o Edad Moderna. Solo pueden dar de fe de ello en la actualidad o bien los más veteranos de los aficionados o bien los que, como yo, se pirran por la Historia deportiva (y más en concreto, la de nuestro Club rojiblanco). En la Edad Contemporánea el partido que hoy vamos a rememorar se trata de una excepción, de una rareza sin parangón.
  Por cierto, y antes de pasar a abordarlo, una precisión introductoria más: también existió correspondencia. Recuerdo haber presenciado en las gradas de nuestro Vicente Calderón un encuentro liguero entre el Real Madrid y el Rayo Vallecano, con Vicente del Bosque en el banquillo madridista, en papel de apagafuegos, y por ejemplo Hugo Sánchez (era una manera de volver a casa) sobre el terreno de juego. El motivo fue la clausura de su estadio por el Comité de Competición, por algún motivo del que no quiero acordarme. Paradójicamente, se les permitió disputar el partido sin tener que salir de la ciudad. Nosotros, en similares circunstancias, tuvimos que desplazarnos por la misma época a Cáceres.         
Aficionados acudiendo con mascarilla
  El partido que nosotros jugamos de equipo local en el estadio Santiago Bernabéu en tiempos recientes tuvo lugar el día uno de septiembre de mil novecientos noventa y seis. Era la primera jornada de la Liga 96-97. El rival, el Celta de Vigo. Y existía además otra circunstancia que engalanaba el encuentro, y que lo hacía especial para nuestros colores, lo que al mismo tiempo provocó una mayor frustración al no poder disputarlo sobre nuestro terreno de juego: era la primera vez que nuestro equipo se reencontraba con su afición en partido de Liga desde que se conquistara merecidamente el torneo liguero en la temporada anterior. No sólo eso, sino que incluso creo recordar que la entrega oficial del trofeo, como era costumbre entonces, tuvo lugar precisamente en ese encuentro. Y no sólo se obtuvo la Liga. También la Copa. Fue la temporada 95-96, la maravillosa y por tantos motivos inolvidable temporada del doblete.
  Y el motivo del “destierro” fue el cambio de césped de nuestro estadio. Después de muchos años de servicio, el paso del tiempo aconsejó cambiarlo, para obtener así una mejor calidad y aprovechamiento. Hoy en día cuando algún club de fútbol acomete la tarea de cambiar el pasto de su recinto se inclinan por abrumadora mayoría por el sistema de tepes. Se traen los mismos ya plantados y crecidos en otros lugares más propicios para ello mediante rectángulos de césped de dimensiones variables que luego se encajan a modo de puzzle. Pero en aquellos tiempos el sistema tradicional era el de plantarlo “in situ”. En los escasos meses que discurrían entre el fin de una temporada y el comienzo de la siguiente había que plantar el césped, que éste creciera, que se arraigara profundamente y que aguantara el paso de multitud de botas con tacos sobre él cada pocos días. Externamente estos céspedes tenían un aspecto inmejorable y atractivo. Pero en cuanto los futbolistas empezaban a deambular sobre él, aparecía enseguida la tierra que había que colocar como sustrato. El terreno se llenaba de agujeros y montones de arena, que hacían el juego imprevisible y, sobre todo, peligroso, con alto riesgo de lesiones.      
Lance del encuentro
  Precisamente ese mismo año el Barcelona había acometido la misma labor. Y por ese mismo motivo, el encuentro de ida de la Supercopa de España, entre el Campeón de Liga y el Subcampeón de Copa (porque los campeones éramos nosotros) celebrado en la Ciudad Condal el día veinticinco de agosto de mil novecientos noventa y seis, domingo, no tuvo lugar en el Nou Camp, sino en el Olímpico estadio de Montjuich. En la primera de las muchas exhibiciones que el Ronaldo azulgrana depararía en su único añito de barcelonista, caímos derrotados por cinco goles (dos de Ronaldo, Giovanni, Pizzi y De la Peña) a dos (Esnáider y Pantic de penalti).
  Y el partido de vuelta, que tendría lugar tres días después, el miércoles veintiocho de agosto, debería haberse jugado en el estadio Vicente Calderón. Pero el consabido problema del césped lo impidió. Dado que aún era mes de agosto y que no se preveía una afluencia masiva, se optó por disputarlo en el estadio de la Comunidad de Madrid, de inferior aforo, el popularmente conocido como “La Peineta” (por mor de poseer una sola de sus gradas levantadas). Proféticamente, porque como de todos es sabido en pocos años, obras mediante, será nuestro estadio (ignoro si cuando nos mudemos allí y se trate de un recinto cerrado por todos sus puntos seguirá conservando el mismo sobrenombre). Con el marcador del partido de ida parecería que no habría mucha emoción. Pero sí que la hubo. Una de las características de ese equipo rojiblanco era su fe indesmayable y su tremenda lucha sin descanso, que le permitieron empatar o incluso vencer partidos que parecían perdidos en sus últimos compases. Se venció por tres goles (López, Esnáider y Pantic) a uno (Stoichkov). Llegamos a ponernos dos a cero, es decir, a un solo gol de vencer en la eliminatoria.
  Pero la primera jornada de Liga se aproximaba. Cuatro días después. Y ante la imposibilidad tanto de que el verde del estadio titular estuviera en mínimas condiciones aceptables como de que el aforo de ese otro estadio sustituto cobijase a toda la muchachada rojiblanca que quería disfrutar de su equipo campeón, se decidió pedir el favor a nuestro eterno rival de que nos cediese el uso del Santiago Bernabéu, a lo que amablemente accedió.
Esnáider, autor del primer gol
  Nuestro alineación titular ese día fue: Molina; Geli, Santi, Solozábal, Toni; Caminero (Juan Carlos), Bejbl (Vizcaíno), Pantic, Simeone (Aguilera); Kiko y Esnáider. Es decir, la alineación tipo del equipo del doblete de la temporada anterior con dos únicas variaciones: en el medio centro el anterior titular Vizcaíno cedió su puesto al checo Bejbl, fichado ese verano tras una sobresaliente Eurocopa de Inglaterra 96 defendiendo los colores de la República Checa (si bien, tanto en ese mismo partido como en general en el resto de la temporada la titularidad fue más bien compartida entre ambos) y en el delantero centro la salida del búlgaro Penev (tanto por motivos de rendimiento como de “feeling” con el entrenador) fue cubierta por el argentino Esnáider, lo cual fue un capricho personal del mismo entrenador, Antic, que nos costó muy caro. Se empeñó en hacer triunfar con los colores rojiblancos a un jugador que había fracasado con los blancos del Real Madrid. Y con nosotros volvió a fracasar. No tenía calidad suficiente para jugar en un equipo de la categoría del Atlético de Madrid (y menos aún, de la de ese Atlético de Madrid). Y para más inri, su problemática y conflictiva personalidad no trajo sino un problema tras otro con adversarios, prensa, afición, compañeros y, finalmente, con el propio míster, que dejó de contar con él definitivamente en el tramo final de la temporada. También es de destacar la vuelta de un insigne atlético, Aguilera, de retorno tras su paso por el Tenerife, y que en esta segunda etapa ofreció un rendimiento incluso muy superior al de la primera (eso sí, se perdió los títulos en su palmarés).
  Por el Celta jugaron: Dutruel; Aguirrechu, Alejo, Del Solar, Pachi Salinas, Bergés; Merino, Eusebio (Javi González), Mazinho, Ratkovic (Geli); y Gudelj (Prieto). Pequeños comentarios a este equipo: Dutruel era un portero francés que ese día debutaba en la Liga española, y cuyas meritorias actuaciones le llevaron a fichar por el Barcelona; Bergés fue campeón olímpico en Barcelona 92 con Toni (Jiménez), López, Solozábal y Kiko, de hecho, fue el único de la alineación titular olímpica que luego no llegaría a ser internacional absoluto; Eusebio era el vallisoletano ex-atlético, que quemaba su innegable clase en sus últimas etapas, después de haber entregado sus mejores años al Barcelona; y Mazinho era el brasileño campeón del Mundo en Estados Unidos 94 padre de los actuales jugadores del mismo club Thiago y Rafinha.
  El resultado del encuentro fue victoria rojiblanca por dos goles a cero. Después de una primera parte en la que atacamos con más ganas que acierto, en la que fue expulsado Chemo del Solar y en la que Dutruel hizo unas brillantes intervenciones, se encaró la segunda parte. Nada más empezar la reanudación, primer minuto, Caminero se escapa brillantemente por la banda, en posición clásica de extremo derecho, pone un centro templado y Esnáider cabecea inapelablemente a la red. Poco después, minuto 49, magistral (como casi todos los suyos) gol de Kiko. Controla fuera del área con la izquierda y saca un disparo seco con la derecha que busca la escuadra de Dutruel, de forma sorpresiva. Sorprevisa tanto por la rapidez de la acción (pilló descolocado al cancerbero galo porque entre control y disparo apenas hubo margen de tiempo) como por su lejanía (Kiko nunca se caracterizó por ser excesivamente atinado con el disparo lejano). El resto del partido discurrió entre la contemporización atlética y la impotencia de un Celta con diez. Al menos sirvió para agasajar a Aguilera, uno de los nuestros que volvía a casa. 
  Tras los datos objetivos, unas pequeñas apreciaciones personales. En primer lugar, resultó en cierta forma doloroso comprobar como la afición madridista, mal que nos pese, es superior en número. La afluencia masiva (si bien creo que hubo algunos que se negaron en redondo a pisar el cemento rival), que hubiera llenado nuestro estadio, dejó grandes claros en las gradas. En segundo, y que me perdonen los que piensen que es un sacrilegio inadmisible, el por entonces tradicional gesto de veneración que le dispensábamos a Milinko Pantic, moviendo los brazos hacia arriba y hacia abajo, a modo de deidad, particularmente cuando se aproximaba al banderín de córner, me resultó particularmente espectacular y atractivo en ese graderío. Ignoro si sería su verticalidad, tamaño o cuantía, pero, en mi modesta opinión, resultaba un espectáculo sumamente vistoso. Y en tercer lugar, como último comentario destacado, recuerdo que hubo un pequeño conflicto precisamente con los banderines de córner. No habían sido cambiados y seguían siendo blancos con el escudo del propietario del terreno, y no como procedía, rojiblancos, dado que en ese partido, éramos el equipo local. Hubo ciertas protestas desde la grada de los aficionados, previas al partido. Sin embargo, no se llegaron a cambiar. En cuanto comenzó el juego, se olvidó el detalle.
Kiko, autor del segundo gol
  Pocos días después, el once de septiembre, para no perdernos la “reentré” en la máxima competición europea después de muchos años, se optó definitivamente por el sistema de tepes, traídos “ex profeso” desde Francia, renunciando a toda la inversión hecha anteriormente en el césped. Creo que desde entonces se empezó a implantar ese sistema de forma generalizada. Por cierto, el encuentro fue contra el equipo rumano del Steaua de Bucarest, y se venció por cuatro goles (dos de Esnáider y dos de Simeone) a cero.
  Y ese fue el día en el que jugamos de locales en el Bernabéu. Desde entonces no ha vuelto a repetirse tamaña circunstancia. Agradecemos el gesto de nuestro rival madridista, lo cortés no quita lo valiente, pero no nos encontramos cómodos allí (salvo que se trate, eso sí, de finales de Copa). En este sentido, baste con recordar algunos de los cánticos de nuestros aficionados ultras, que comparan ese estadio con ciertos habitáculos para estabular ganado, particularmente el referente a que hay un lema en su facción rival de los Ultras Sur, copiando todo lo que hace el Frente Atlético.

   

JOSÉ MIGUEL AVELLO LÓPEZ

jueves, 8 de noviembre de 2012

FUTRE

FUTRE

  A mí ya me pilló con cierta edad. Pero, al igual que los excelentes jugadores atléticos de la década de los setenta, algunos de ellos ya examinados y otros pendientes de examinar en este blog, fueron mis ídolos de infancia y otros más recientes como Fernando Torres lo han sido de los que ahora son adolescentes (entre los que se encuentran mis sobrinos), Paulo Futre, como buque insignia del Atlético de finales de los ochenta y primeros de los noventa lo fue de todos aquellos aficionados rojiblancos que actualmente rondan la treintena.
  Hoy en día pocos lo recuerdan, pero Paulo Futre fue el detonante directo del advenimiento de Jesús Gil a la Presidencia del Club. Tras el repentino fallecimiento de Vicente Calderón se abrió periodo electoral. Había cinco candidatos: Enrique Sánchez de León, antiguo ministro socialista, Salvador Santos Campano, que había sido Vicepresidente con el llorado Presidente fallecido, el propio Jesús Gil, un peletero apellidado Herrero y Cotorruelo, procedente de una familia de profunda e histórica raigambre atlética. Los dos primeros eran los favoritos. De hecho, los he escrito en el orden de favoritismo que por aquel entonces marcaban las encuestas previas. Parecía que el populismo de Gil no encajaba con la totalidad de la afición atlética, pero a pocos días del final del periodo electoral, fue a buscar en avión privado a Paulo Futre, que acababa de sobresalir en un superlativo encuentro en la final de la Copa de Europa 86-87 que su equipo de entonces el Oporto había conquistado brillantemente en Viena ante el Bayern de Munich, se lo trajo en el mismo día y lo presentó en loor de multitudes en la discoteca Jácara en su mitin final. A los pocos días ganaba las elecciones. Y, familia mediante, hasta ahora.       
  Paulo (si bien tradicionalmente la prensa lo ha nombrado no con este bonito nombre luso, sino con el italiano de Paolo) Jorge Dos Santos Futre nació en la portuguesa localidad de Montijo el día veintiocho de febrero de mil novecientos sesenta y seis. De la prolífica cantera del Sporting de Lisboa, donde llega a jugar en Primera División un ejercicio, pasa a disputar los tres siguientes con el Oporto, donde se consagra nacional e internacionalmente. Y de ahí al club rojiblanco, en las circunstancias antedichas.
  Desde el principio fue el “niño mimado” de Gil. La enorme inversión que tuvo que hacer con él provocó que, pese a su corta edad, madurase rápidamente y fuera el abanderado de los sucesivos proyectos del Presidente. Fue promovido y ensalzado hasta el súmmum. Pero, como muy bien sabe Peter Parker, todo gran poder conlleva una gran responsabilidad. Y la contrapartida era que actuaba también como interlocutor entre Presidente y plantilla, y en tal función era el que primero tenía que lidiar con sus legendarias y monumentales broncas cuando las cosas se torcían.
  Debutó el día treinta de agosto de mil novecientos ochenta y siete, en la primera jornada de la Liga 87-88, en la pobre victoria por un gol a cero (López Ufarte de penalti) ante el Sabadell. Su primer gol liguero fue en la jornada siguiente, ante el Mallorca, empate a uno en el Luis Sitjar, en preciosa vaselina sobre el portero mallorquinista Ezaki; y su primer gol casero tuvo que esperar hasta el  dieciocho de octubre, jornada séptima, en la que se ganó al Murcia por un gol a cero, por él marcado en el primer minuto.
  Defendió los colores rojiblancos en una primera fase durante seis temporadas, desde la mentada 87-88 hasta la 92-93. Y ésta última no completa, porque tras el derbi liguero contra el Real Madrid, el dieciséis de enero de mil novecientos noventa y tres, jornada decimoctava, con empate  a uno (Sabas y Zamorano), su enésima bronca tanto con el entrenador Luis Aragonés como con el Presidente Jesús Gil, motivada por su bajo rendimiento en ese partido, hizo que, en una actitud al menos para mí caprichosa y poco solidaria con sus compañeros, forzara su salida en el mercado de invierno, al Benfica lisboeta, donde concluyó ese año. Luego inició un periplo por diferentes equipos europeos (Olimpique de Marsella, Reggiana, Milán, donde llegó a proclamarse campeón de la Liga italiana, sin jugar un partido eso sí, y West Ham), fuertemente perseguido por las lesiones, para retornar al redil atlético, cuando ya parecía semi-retirado, en la temporada 97-98, la tercera y última de la primera etapa de Radomir Antic al banquillo, post-doblete. Sumó diez partidos más, sin un solo gol. Pero como no contaba para la titularidad, hizo una nueva espantada, dejando de nuevo tirados a aquellos que habían confiado en él para su vuelta, para irse otra vez en el mercado de invierno a Japón, al Yokohama Flugels, donde se retiraría definitivamente.
  En total portó la camiseta rojiblanca en 173 encuentros ligueros, repartidos en sus siete campañas en 35, 28, 27, 26, 31, 16 y 10, anotando treinta y ocho goles (8, 5, 10, 3, 6, 6 y 0). Además, 25 partidos más de Copa del Rey, con 7 goles, y 15 de diferentes competiciones europeas, con otros 7 goles.
  Por supuesto alcanzó las mieles de la internacionalidad con la selección portuguesa, con la que obtuvo cuarenta y un entorchados. Precisamente defendiendo la camiseta roja del combinado luso fue cuando se dio a conocer al gran público, en el Mundial de México 86, donde participó en los tres partidos de su selección antes de que ésta fuera eliminada en la primera fase; los dos primeros, ante Inglaterra y Polonia, sustituyendo al ilustre veterano ex-sportinguista (de Gijón) Gomes y aportando un soplo de aire fresco y vitalidad a unos encuentros por lo demás bastante tostones y el tercero de titular en la debacle ante Marruecos.
  Estará fresco en la memoria de muchos, pero no está de más recordar las tremendas virtudes que hicieron de Futre uno de los mejores delanteros de su tiempo. Y sus principales virtudes, en mi opinión, eran las físicas. Partiendo de posiciones retrasadas, su potencia descomunal y su velocidad sideral dejaban tumbados a los rivales sobre el terreno de juego, en legendarios zigzags jaleados desde las gradas. No existía esférico al que no pudiera llegar. En este sentido, cabe recordar sus épicos duelos con el lateral derecho madridista Chendo, el cual se caracterizaba precisamente también por su velocidad. Pero nadie tenía la de Futre. Recuerdo frecuentes momentos en los que el astro portugués, con la nada pequeña preocupación añadida de conducir el balón, dejaba atrás en carrera, sacando más y más ventaja en cada zancada, al defensor del Real Madrid. Por primar precisamente esas características físicas ello motivaba que cuando no estaban perfectamente ajustadas y afinadas su rendimiento general disminuyese en demasía.
  Y además de ser un portento físico, también disponía de unas sobresalientes características técnicas. Su pierna izquierda era habilidosísima. No podía ser de otra manera. Sus regates maravillosos e inolvidables surgían de la conjunción de su potencia, velocidad y habilidad. Con ella además desplazaba el cuero tanto en corto como en largo con precisión y disparaba a puerta desde posiciones lejanas con tino y eficacia. No tanto como deseábamos los espectadores, dado que no era un consumado goleador. En ocasiones nos desesperábamos ante claras ocasiones marradas.
  Tampoco sobresalía especialmente en su juego aéreo. Su pierna derecha, sin ser nada desdeñable, era muy inferior a la zurda. Y además, la verdad sea dicha, era un poco teatrero (y me estoy quedando corto con el calificativo). Con todas estas deficiencias, muy grandes tuvieron que ser sus virtudes para convertirse en la leyenda en que se convirtió. También poseía un liderazgo y un carisma especiales, tanto sobre el terreno como en el vestuario.
  Futre luce en su palmarés rojiblanco dos títulos oficiales, las dos Copas del Rey de primeros de los noventa, temporadas 90-91 y 91-92, ambas maravillosamente ganadas en el feudo vecino del Santiago Bernabéu. La primera ante el Mallorca, ya tratada en una entrada anterior de este blog. Y la segunda ante los mismísimos dueños del estadio, que será abordada pormenorizadamente en otro prometido artículo.
 Tan sólo destacar aquí brevemente que este segundo galardón está grabado a fuego en el imaginario colectivo de toda la hinchada atlética, particularmente para aquellos treintañeros que la recuerdan como el gran primer logro que pudieron experimentar. Y además, porque supuso una dulce “vendetta” contra el rival madridista en general y contra su cancerbero, Buyo, en particular, después de los sangrantes hechos que tuvimos que vivir poco antes, el día tres de diciembre de 1988, jornada decimocuarta de la Liga 88-89, el día que durante mucho tiempo fue conocido entre los atléticos como 3D (sin especificar año, no hacía falta, todos sabíamos a que nos referíamos).
 Supongo que será del dominio público, pero para todos aquellos que no lo sepan o no lo recuerden, simplemente anotar que fue un partido memorable de nuestro equipo, borrando del terreno con juego preciso y eficaz a los adversarios, respondiendo Manolo a los catorce minutos al madrugador gol de Julio Llorente, para, fuera ya de tiempo, recibir el gol de la dolorosa derrota por parte de Martín Vázquez. Dolorosa porque, como en tantas y tantas ocasiones similares, anteriores y posteriores, nuestro juego fue muy superior al del rival, y el marcador final no respondió para nada a los méritos contraídos. En particular destacó la deplorable actitud de Buyo. Aplicando el Reglamento actual, hubiera sido expulsado cuatro o cinco veces. En una salida del área, mediada la segunda parte, le propinó a Manolo una entrada durísima que hubiera sido expulsión por falta del portero fuera del área, por cortar ataque peligroso siendo último rival y por su violencia. Quedó en simple amarilla.
 Pero es que además lo más recordado del partido tuvo lugar poco antes, con Futre de protagonista. Rápida escapada del luso por banda izquierda, dejando atrás (como siempre) a Chendo. Buyo lo intercepta violentamente fuera del área (lo que merecía igualmente expulsión). Se revuelca por el suelo, fingiendo ser él el agredido, y arrastrándose rastreramente para quedar justamente a los pies de Futre, y que éste, en un arrebato que nunca llegó a producirse, le replicara para, mediante nuevo fingimiento, provocar su expulsión. Futre no entró al trapo. Se apartó de él, dándole la espalda, que es lo que merecía. Orejuela pasó por allí para reprochar al guardameta madridista su provocadora actitud y éste, le asestó un puñetazo en el estómago (nuevo motivo de expulsión) para, acto seguido, volver a revolcarse por el terreno fingiendo agresión. El árbitro “picó” y expulsó a Orejuela. Afortunadamente tuvo todo tanta repercusión y descaro que el Comité de Competición sancionó a Buyo e “indultó” a Orejuela. Durante mucho tiempo los propios madridistas (salvo algún recalcitrante del “hizo lo que tenía que hacer”) recordaban avergonzados el encuentro por la bochornosa actitud de su portero. Pero el partido lo perdimos, con harto cabreo de la afición rojiblanca.
 Tras su retirada, ha vuelto a participar en el organigrama del Club en facetas técnicas o directivas. Pero, por muy bien que lo hubiera podido hacer, el recuerdo imborrable que nos deja es el de su melena al viento regateando rivales y dejándolos atrás por velocidad.          


JOSÉ MIGUEL AVELLO LÓPEZ