LORENZO RICO.

Lorenzo Rico Díaz, nació en Colmenar Viejo, provincia de Madrid (seguramente por ello se le impondría al cabo de los años el sobrenombre de “El Lince de Colmenar”), el día diecisiete de enero de mil novecientos sesenta y dos. Por cierto, el pabellón polideportivo de dicha localidad madrileña lleva actualmente su nombre. Destacó muy pronto como portero de balonmano jugando en el colegio San Agustín, que desde siempre ha apoyado fuertemente a este deporte. Recuerdo que en un libro que ojeé en cierta ocasión en una librería, dedicado a la técnica del portero de balonmano, las fotografías ilustrativas eran precisamente de un jovencísimo Lorenzo Rico en las porterías de los patios de dicho colegio San Agustín. De allí pasó prontamente, en mil novecientos setenta y seis, a las categorías inferiores y casi de inmediato a la primera plantilla del Atlético de Madrid que, por aquel entonces, finales de los setenta y primeros de los ochenta, se había convertido en uno de los principales equipos balonmanísticos del país, siempre en dura competencia con el Barcelona, y una vez que ambos pudieran sobrepasar la hegemonía que en los primeros setenta había logrado obtener la escuadra alicantina del Calpisa.
Empezó a jugar partidos con el primer equipo muy joven, bajo la dirección de nuestro mítico entrenador Juan de Dios Román (luego seleccionador nacional y más tarde y en la actualidad Presidente de la Federación Española ). En sus primeros años tuvo que luchar contra la legendaria estela que habían dejado tras de sí otros magníficos porteros que recientemente habían defendido a nuestro club, como Patxi Pagoaga o De Miguel, sin sospechar siquiera entonces que con el tiempo su propia leyenda les llegaría a sobrepasar. A los aficionados que acudíamos por aquel entonces al entrañable polideportivo Antonio Magariños a presenciar los partidos atléticos nos llamaba la atención sobremanera las monumentales broncas que el entrenador Juan de Dios Román echaba a sus jugadores a la más mínima deficiencia. Sus gritos se oían desde fuera del pabellón. Jugadores como el pivote Juanqui Román o el asturiano lateral Chechu tuvieron que padecer más de una y más de dos. Pues bien, no recuerdo (o al menos yo no estuve presente) que ninguna de ellas tuviera como destinatario al excelente guardameta que era Rico. De hecho, el entrenador le consideraba el alma y pilar del equipo. En la final de la copa IHF de la temporada 1986-87, contra el conjunto lituano del Granitas Kaunas, desgraciadamente perdida, que comentó por televisión, alejado momentáneamente de los banquillos, nos hizo notar a los televidentes en el partido en terreno lituano que tomáramos nota de cómo ningún gol se lo metían desde más de nueve metros, sino que todos eran desde menos de dicha distancia. Y así era efectivamente. No eran capaces de batirle con disparos lejanos. Tenían que dispararle desde cerca.

Lorenzo Rico era un extraordinario portero que destacaba especialmente por su técnica individual (¡esas piernas por encima de la cabeza!), su personalidad y colocación, especialmente desde el extremo. En este sentido, cabe recordar una anécdota de uno de los vibrantes partidos entre los dos enconados adversarios de la época, el Atlético de Madrid y el Barcelona, disputado en el recordado Magariños. A poco del principio el extremo barcelonista derecho zurdo (no es un contrasentido; para los legos en este deporte recordemos que habitualmente los zurdos juegan por la derecha y los diestros por la izquierda para gozar así de más ángulo de pase y de disparo; es precisamente la razón que esgrimen últimamente algunos entrenadores de fútbol para hacer jugar a sus extremos a banda cambiada; sin embargo, no lo hacen así con los defensas laterales, ¿por qué?) Eugenio Serrano le anotó un gol desde el extremo con su impecable técnica habitual: dejaba atrás a su defensa yéndose hacia la línea de banda, para a su vez desde allí encarar la línea de seis metros, saltar por encima de ella y ya con poco ángulo de tiro sacar un letal disparo desde posición baja, desde la cadera, que iba teledirigido a la escuadra contraria, sin que casi ningún portero pudiera detenerlo. Era, trasponiéndolo al ámbito futbolístico, como el famoso regate de Garrincha: todos sabían como lo hacía, pero ninguno era capaz de frenarle. Ese disparo “made in Serrano” era exactamente igual: todos los guardametas lo conocían, pero a todos les goleaba una y otra vez. Particularmente era conocido por Lorenzo Rico, que compartió con el barcelonista horas y horas de entrenamiento en la Selección. Batido por primera vez, maldijo a la nada y empezó a dar pequeños botes desesperados, enfadado consigo mismo (¿cómo es posible que me lo haya metido a mí, si sabía que iba a ir por ahí?). A partir de entonces, Eugenio Serrano no metió un solo gol más en todo el partido en jugada desde el extremo. Lo intentó en varias ocasiones más, pero indefectiblemente todas y cada una de ellas eran desviadas por su oponente.
Era considerado en su momento el mejor portero del Mundo. Compartió época con otros insignes cancerberos internacionales, imborrables en la memoria de los buenos aficionados, la mayoría de mayor envergadura y mejores condiciones físicas: el ruso Lavrov, el sueco Olsson, el yugoslavo Basic o, hacia el final de su carrera, el sueco Svensson (que, fichado muy joven por nuestro equipo, terminó también recalando en el Barcelona). Particularmente en el Aleti compartió plantilla al principio con Díaz Cabezas y más tarde con un jovencito llamado Claudio, llegado desde Alicante a Madrid a jugar al balonmano con nuestro equipo y a estudiar la carrera de Psicología (precisamente en esta faceta de psicólogo es habitual colaborador de “Radio Marca”). Un compañero mío de facultad compartía Colegio Mayor con él y, después de una exhibición portentosa (y habitual) por parte de Lorenzo Rico en un encuentro de competición europea disputado un domingo por la mañana, me confesó que su suplente Claudio estaba impactado por la tremendísima calidad del titular, que le impedía jugar todos los minutos que desearía. Sin embargo, poco después, al fichar por el Barcelona, Claudio se convertiría en nuestro primer portero, dándonos muchos días de gloria, dada su innegable calidad, y llegando igualmente poco después a la Selección española.
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Lorenzo Rico, primero agachado por la derecha; Claudio, de pie. |
Con nuestro equipo ganó cinco Ligas (temporadas 78-79, 80-81, 82-83, 83-84 y 84-85, todas ellas con Juan de Dios Román de entrenador) y cinco Copas (temporadas 77-78, 78-79, 80-81, 81-82 y 86-87). Luego en el Barcelona añadiría cinco Ligas más, cuatro Copas más, una Copa Asobal, cinco Supercopas, dos Recopas y una Copa de Europa. Su hito más destacado con nuestros colores, no obstante, fue la inolvidable final de la Copa de Europa de la temporada 1984-85, con la Metaloplástika yugoslava, que disponía de jugadores extraordinarios como Vujovic, Mkornja o Isakovic. Era final a ida y vuelta. Tras haber perdido la ida por pocos goles de diferencia, lo que alentaba una epopéyica remontada, la vuelta en el antiguo Palacio de los Deportes (antes de su incendio), el día veintiuno de abril de mil novecientos ochenta y cinco, fue uno de los espectáculos más inolvidables que jamás hayan existido en nuestro club para todos los que estuvimos allí (¡incluso mi hermana vino también con mi hermano y conmigo, la cual nunca jamás antes ni después de esa fecha ha demostrado un atisbo de interés por evento deportivo alguno!). Un ambiente inenarrable, el Palacio repleto, con más gente que gradas, banderas ondeando por doquier, gritos de ánimo incansables. Aún así, no se pudo remontar y perdimos la final, pero todos nos acordamos del excepcional ambiente vivido y de la ilusión y la alegría que nos proporcionaron nuestros jugadores.

JOSÉ MIGUEL AVELLO LÓPEZ