miércoles, 2 de mayo de 2012

LA FINAL DE LYON

LA FINAL DE LYON.

Ambientazo en las gradas
   Dentro de esta serie de artículos históricos que estoy dedicando al Atlético de Madrid, comienzo hoy una miniserie (en términos novelísticos o cinematográficos podríamos hablar de una saga) dedicada a las finales del equipo que he podido presenciar “in situ”, dentro del estadio, con la indudable carga de emoción e intensidad añadida que ello conlleva. Huelga decir que desde que tengo uso de razón todas y cada una de las finales a las que ha llegado el equipo han contado con mi ferviente presencia detrás de la pantalla del televisor. Pero hay cuatro de ellas a las que tuve la fortuna de poder asistir personalmente. No voy a desvelarlas ahora, para mantener la incertidumbre y la emoción de cuáles puedan ser. Sí que anticipo que el repaso será por orden cronológico. Así consigo uno de los principales objetivos que ya desde el artículo introductorio anuncié para este blog: compartir recuerdos y vivencias con otros seguidores rojiblancos. Las finales que vaya rememorando es indudable que traerán gratas imágenes a la memoria de muchos.
  Dos de mayo de mil novecientos ochenta y seis. Algunos de los expedicionarios bromeábamos durante el viaje acerca de que era una buena fecha para disputar una final en territorio francés. Poco antes había tenido lugar el cataclismo nuclear de Chernobyl. Lugar: estadio Gerland de Lyon. Años después, con motivo de Francia 98, este estadio fue profusamente remodelado, y reinaugurado un año antes de dicho Mundial, con el partido inicial de la Copa Confederaciones, entre Francia y Brasil (tres de junio de mil novecientos noventa y siete). Allí el Mundo entero se asombró con la celebérrima “bomba inteligente” que el madridista Roberto Carlos le endosó al cancerbero galo Barthez.
Alineación ucraniana
  La final era de la extinta Recopa, o Copa de Europa de Campeones de Copa. Tradicionalmente en aquellos años las finales europeas se celebraban durante los cuatro miércoles del mes de mayo: el primero se reservaba para la ida de la final de la Copa de la U.E.F.A., el segundo para la de la Recopa, el tercero para la vuelta de la U.E.F.A. y el cuarto y último, traca final con la Copa de Europa. Pero este año fue especial. Era inminente la celebración del Mundial de México 86, cuyo partido inaugural sería en el propio mes de mayo, el día treinta y uno. Como las selecciones nacionales tenían que llegar con tiempo de margen para la adaptación al mal de altura y a la “venganza de Moctezuma”, se concentraron los cuatro partidos finales en apenas una semana. Y además, otra particularidad añadida (e histórica) es que a las tres finales arribaron equipos españoles. De esa manera, el miércoles treinta de abril el Real Madrid ganaba en el estadio Santiago Bernabéu al Colonia alemán por cinco goles a uno, el viernes dos de mayo el Aleti jugaba su final de Recopa, el martes seis de mayo el Colonia ganaba por tan sólo dos a cero, por lo que los madridistas lograban el título de la U.E.F.A., y al día siguiente, siete de mayo, el Barcelona, tras concluir el tiempo reglamentario con empate a cero, perdía a los penaltis la final de la Copa de Europa en el Sánchez Pizjuán ante el Steaua de Bucarest (¡los barcelonistas fallaron todos los lanzamientos!).
Atléticos por las calles
  En cuanto al recorrido a la final, somero repaso: en dieciseisavos de final se eliminó al Celtic de Glasgow escocés. Ida en Madrid, el 18 de septiembre de 1985, y empate a uno, con goles de Setién y Johnston. En la vuelta en Glasgow, el 2 de octubre, a puerta cerrada, victoria por dos goles a uno, anotados por los dos Quiques (Setién y Ramos), al que cerca del final respondió Aitken. Memorable partido de los dos centrales, Ruiz y Arteche. En octavos de final, se dejó en la cuneta a otro equipo británico, el Bangor City galés. Eliminatoria mucho más cómoda: cero a dos en la ida en Bangor, el 23 de octubre de 1985, anotados por Da Silva y Setién (por cierto, en el resumen de la “tele” se pudo apreciar una peculiaridad de este estadio que jamás había visto antes ni he podido ver con posterioridad: la anchura del terreno de juego era “kilométrica”; supongo que sería reglamentaria, pero cada vez que había que lanzar un córner el esférico a duras penas alcanzaba el borde del área). En la vuelta de Madrid, el 6 de noviembre, con la eliminatoria prácticamente resuelta, victoria por un gol a cero, de Landáburu (otra curiosidad: el probablemente único seguidor galés en todo el estadio, supongo que un aficionado del equipo que vivía en Madrid, siguió el desenlace en la grada muy cerca de mi ubicación). En cuartos de final, nos deshicimos del entonces yugoslavo Estrella Roja: cero a dos en la ida de Belgrado, el 5 de marzo de 1986, en un terreno helado y con dos goles calcados: cabezazos de Julio Prieto al poste que remacha Da Silva a las mallas. La vuelta en Madrid, 19 de marzo, día de San José, empate a uno, goles de Marina y Djurovic. Ya en semifinales, se eliminó al Bayer Uerdingen alemán. Ida en el Calderón, el 2 de abril de 1986. Ambientazo espectacular en las gradas y victoria por un gol a cero. El cancerbero germano Vollack hizo un partido tremebundo y paró todo lo parable, salvo el único gol (y parecía que escaso, dada la legendaria capacidad alemana para remontar marcadores adversos) de Julio Prieto. Pero la vuelta en Uerdingen, el 16 de abril, fue un partidazo atlético y se ganó de nuevo, por dos goles, de Herget y Gudmundsson, a tres, anotados por Rubio de penalti, Cabrera y Julio Prieto. Cerca del final, con la eliminatoria perdida, el guardameta alemán que había hacho tal partidazo en Madrid, humilló a Rubio tirándole al suelo con un tirón de los pelos, delante de las mismas narices del árbitro, que no tomó al respecto decisión alguna. Y a la final, teniendo como rival al desconocido equipo ucraniano, entonces parte de la U.R.S.S., del Dinamo de Kiev.     
  En esta final no tuve que preocuparme para nada de trámite alguno relativo a viaje o entradas. Se encargó de todo un amigo (o más bien conocido). Por aquel entonces vivía en el madrileño barrio de Virgen de Begoña y cada día de partido al regresar a casa en Metro solía coincidir con otro aficionado que también vivía allí (debíamos de ser los dos únicos, o al menos, los únicos que íbamos en Metro). Se llamaba Luis (desconozco sus apellidos; creo que nunca los llegué a conocer). Era un poco más joven que yo. Tantas coincidencias en andenes y vagones provocaron que termináramos hablando inexcusablemente de la marcha del equipo y labráramos una superficial amistad, circunscrita al ámbito estrictamente futbolístico. Cuando se alcanzó la final, barajamos la posibilidad de ir juntos a presenciarla. Se disputaba en viernes que además era festivo en Madrid (día de la Comunidad), por lo que no nos causaba contratiempo alguno en cuanto al trabajo o los estudios. Esa fue indudablemente una de las razones que contribuyeron al éxodo masivo y al ambientazo que todos pudimos vivir en Lyon. Se encargó él de toda la tramitación, lo que le acarreó no pocos quebraderos de cabeza, según me contó luego, y por fin consiguió entradas y viaje con una peña atlética de Vallecas (que me perdonen los peñistas, pero no recuerdo ahora el nombre de la misma) contigua al estadio del Rayo. Desde allí salimos en autocar la tarde del jueves uno de mayo, para meternos entre pecho y espalda todo el kilometraje hasta la ciudad francesa. Al final éramos un grupito de cuatro, de los que yo conocía tan sólo muy ligeramente a Luis, dado que éste había apuntado al viaje a un amigo suyo, frutero de profesión, y a su vez éste a otro amigo.
Blokhine se va de Ruiz
  A poco de salir, debíamos de llevar aproximadamente cien kilómetros por la N-II, que entonces no era autovía como ahora, sino vía de un solo carril, primer contratiempo: el autocar se ve obligado a detenerse porque al anochecer no se le encienden los faros. Tras casi tres horas de detención, durante las que empezamos a preocuparnos ante la eventualidad de no poder llegar a tiempo, y siempre había alguien que decía que avisaran a Arteche, que tenía más huevos que ninguno, y que hasta que no llegáramos nosotros que no permitiera que se iniciara la final, resultó ser un problema de un fusible que, una vez solventado, nos permitió retomar el camino, ya de noche cerrada. Durante esas primeras horas, el ambiente en el autocar fue magnífico y eufórico: gritos de ánimo, canciones, bromas, bufandas y banderas en movimiento. Por cierto, yo llevé tres banderas: una de España, de tamaño mediano, que había adquirido con motivo del Mundial de España 82, otra del Atlético de tamaño pequeño, comprada, y otra del equipo muy vistosa, muy grande, que gustó mucho a los demás y que me habían regalado a mí y a otros aficionados un día en el polideportivo Magariños, en un partido de balonmano, con las siete estrellas de la Comunidad de Madrid en el extremo del palo de la bandera. Abro paréntesis: al año siguiente, final de Copa del Rey en Zaragoza, contra la Real Sociedad. Yo no pude asistir, por motivos de estudios y exámenes. Luis sí. Me pidió prestadas esas tres banderas. Y hasta ahora. Nunca me las ha devuelto. Y hace años que no sé nada de él. Luis, si por casualidad leyeras este artículo, me gustaría por favor recuperar mis banderas, por motivos sentimentales más que nada. Fin del paréntesis.
  Según iba entrando la noche, la euforia inicial fue decayendo, y la mayoría quisimos dormir algo en el limitado espacio que nos ofrecía el autocar. Yo tuve la suerte de poder agenciarme un espacio con mayor amplitud, con dos asientos para mí, pero aún así los dolores de cuello, piernas y espalda no pudieron ser evitados. Entre sueños pude deducir como el chófer del autocar, una vez pasada Zaragoza, indudablemente para quedarse para sí el dinero de los peajes, no cogió la autopista primero hasta Barcelona y luego hasta la frontera de La Junquera, sino que tomó las carreteras nacionales, muchas de ellas muy reviradas. Y nos hizo la misma jugarreta tanto a la ida como a la vuelta.
  Ya por la mañana y en territorio francés, era muy agradable adelantar o ser adelantados por otros autocares españoles repletos de aficionados rojiblancos, bien visibles los colores, lo que motivaba en cada una de esas ocasiones una pequeña algarabía de cánticos y gritos de apoyo. También en un peaje francés se dio el caso contrario: un coche de matrícula belga nos “vaciló” un poco, provocando una furibunda reacción verbal de los ocupantes del autocar.     
  Llegamos a Lyon a media mañana. La final creo recordar que no empezaba muy tarde, hacia las siete, por lo que aún así teníamos muchas horas por delante que dedicamos a recorrer la ciudad haciéndonos notar, con nuestros cánticos y bromas, haciéndonos fotos de grupo en cada plaza y lugar de interés. En el Metro congeniamos con un joven lyonés que venía de trabajar, todo circunspecto con traje y corbata, y al que ganamos para la causa, transformándolo radicalmente con bufanda anudada a la frente y demás parafernalia rojiblanca. Vino a la final con nosotros (desconozco como pudo conseguir entrada, si se suponía que estaba todo vendido). Y después de todo ello, pasando varios controles de seguridad concéntricos…¡por fin al estadio!.
  El ambiente era realmente inenarrable. Por mucho que pueda intentar describirlo, es del todo punto imposible siquiera acercarme. Todos los que allí estuvimos guardamos un recuerdo imborrable. El fin de semana festivo motivó que cerca de quince mil atléticos viajáramos con el equipo, en una época en la que era mucho menos frecuente hacerlo que ahora. Aunque luego se perdiera, la emoción que se vivió lejos de España jamás podrá olvidarse. Además, el equipo rival apenas consiguió movilizar a su afición, por lo que las gradas eran en su práctica totalidad rojiblancas. En un video documental sobre la Historia del Aleti, recuerdo como nuestro defensa central y capitán esa noche Ruiz, rememorando a su vez esa final, narraba, lo que además corroboraban las imágenes, como el árbitro del encuentro, el alemán occidental Woehrer, mientras los contendientes y equipo arbitral formaban ante las autoridades, le hacía un comentario sobre lo impresionado que estaba por el magnífico espectáculo que allí se estaba disfrutando.
Arteche al corte
  Pero ahí se terminó todo el ambiente festivo. En cuanto a la final en sí, no hubo color en absoluto. El equipo ucraniano nos pasó por encima. Entonces no eran jugadores muy conocidos, pero la final con difusión internacional y el ser prácticamente el equipo titular de la selección soviética que poco después asombraría en el Mundial mexicano motivó que todos ellos ingresaran en el conocimiento colectivo de todos los amantes del fútbol.
  Repasemos brevemente alineaciones y desarrollo del encuentro. Por nuestro equipo jugaron: Fillol; Tomás, Arteche, Ruiz, Clemente; Julio Prieto, Landáburu, Marina, Quique; Cabrera y Da Silva. Setién sustituyó a Landáburu a los sesenta minutos. El entrenador era Luis Aragonés. Era la alineación tipo de esa temporada. De estos doce jugadores, Tomás (para jugar todos los encuentros de titular) y Setién (que no disputó un  solo minuto) viajaron poco después a México con la selección española. Da Silva lo hizo con la uruguaya. De hecho, en la fecha de la final su selección estaba ya concentrada y hubo que negociar duramente para obtener la presencia del delantero charrúa. Por el Dimano de Kiev: Chanov; Bessonov, Baltacha, Kuznetsov, Demianenko; Yaremchuk, Yakovenko, Zavarov, Rats; Belanov y Blokhine. Bal sustituyó a Baltacha a los treinta y siete minutos y Yevtushenko a Zavarov a los sesenta y ocho. El único reconocido mundialmente era Blokhine, veterana ya estrella de los años setenta. Todos los demás lo serían muy pronto. Kuznetsov era un defensa central espigado y contundente. Demianenko un lateral izquierdo de continuas subidas por la banda. Yaremchuk y Yakovenko movían la pelota en el centro del campo con velocidad y precisión, y llegaban al área a rematar con frecuencia. Zavarov era un delantero pequeño y móvil, de gran técnica y gran remate de cabeza pese a su estatura. Rats (que años después jugaría en el Español) el típico jugador de banda zurdo y habilidoso, pero con gran sacrificio y enorme disparo lejano. Y Belanov fue la revelación más absoluta. Con velocidad de misil, fue perseguido constantemente durante todo el encuentro sin mucho acierto por todos los defensas rojiblancos. Poco después lo harían sus rivales mundialistas, con idéntico escaso resultado. Ese año obtuvo el Balón de Oro a mejor jugador.
  El partido empezó mal. Balón cruzado al área a los cinco minutos. En un primer disparo, el “Pato” Fillol está poco contundente en el despeje, dejando el balón flotando en el aire, y un nuevo remate de cabeza suave y colocado de Zavarov lleva el balón a las redes. Todo el resto del encuentro fue un quiero y no puedo. A pesar del aliento sin desmayo desde las gradas (¡se notó claramente que éramos atléticos!), y varios penalties reclamados por mano (que luego, viendo el partido grabado en video con tranquilidad en casa se vieron que no eran tales), los ucranianos manejaron el partido a su antojo. Destacaron sobre todo por su resistencia física y su velocidad. Nos pasaban como aviones. Su técnico, Valery Lobanovsky, que ya había obtenido un gran Dinamo de Kiev en los años setenta, logró una fórmula corregida, aumentada y mejorada. Era la plasmación definitiva del “fútbol total” que pusieron tan en boga los holandeses: todos atacaban, todos defendían, por todos los sitios, a una velocidad de vértigo y sin descanso. Blokhine y Yevtushenko, en sendos balones cruzados cerca ya del final, minutos ochenta y cinco y ochenta y ocho no hicieron sino dar a todos los presentes convencimiento pleno del resultado definitivo.

  No quiero terminar sin añadir dos circunstancias. La primera es que la U.E.F.A. felicitó oficialmente poco después a la afición derrotada por su enorme deportividad. No se causó ningún tipo de incidente y, en lugar de abandonar de inmediato las gradas, se asistió en masa respetuosamente a la entrega de la Copa, aplaudiendo con sinceridad a los justos campeones en su triunfal vuelta de honor, así como felicitando al propio equipo por habernos llevado a todos hasta allí. A diferencia de otras aficiones, por lo que se ha visto por el televisor o he podido presenciar sobre el terreno en otras finales, creo que ese es un inconfundible sello de la fiel y entendida hinchada atlética, ya se trate de finales perdidas en Sevilla o Valencia. ¡Y sobre todo, la enorme e inolvidable demostración que se ofreció en 2010 en el Nou Camp!.                    
   Y una última circunstancia a aportar es que, pese a la dolorosa derrota, el viaje de vuelta, aún no siendo todo lo eufórico que fue el de ida, fue más distendido de lo que yo pensaba que iba a ser “a priori”. Entre todos nos gastábamos bromas y nos levantábamos mutuamente el decaído ánimo. ¡Me sentí orgulloso de ser atlético!. Como dijo alguien muy sabio: “para ganar, hay que perder”.  

JOSÉ MIGUEL AVELLO LÓPEZ

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