miércoles, 28 de noviembre de 2012

LA FINAL DEL 92

Alineación titular: Schuster, Abel, Futre, López, Vizcaíno y Soler;
 Tomás, Manolo, Moya, Solozábal Y Donato.
LA FINAL DEL 92

   Con motivo de la recientemente obtenida Supercopa de Eurocopa, a finales de agosto de 2012, en memorable partido contra el Chelsea londinense, hubo varios debates y foros en los que se discutió sobre el hecho de que hubiera podido ser el mejor partido de toda la larga historia rojiblanca. En particular recuerdo el lanzado desde su excelente columna diaria por el Director del diario “As”, Alfredo Relaño, que abundaba en dicha tesis. Coincido plenamente con la misma. En mi humilde opinión, nuestro equipo jamás jugó de forma tan brillante y contundente, mostrando un tremendo empaque y una solvencia demoledora. Pero traigo este asunto a colación porque en el alud de opiniones sobre el tema que sobrevinieron, me sorprendió que hubiera muchos atléticos que consideraran que el mejor partido de nuestra historia fuera el que hoy vamos a abordar: la final de la Copa del Rey del ejercicio 91-92, conquistada en forma majestuosa ante el eterno rival madridista, en su propio feudo del estadio Santiago Bernabéu.
  Y me sorprendió porque a nadie escapa la trascendencia y significado más que especial del encuentro en cuestión. Era mojar la oreja en su propio estadio a uno de los mejores equipos del Real Madrid de toda su historia, superándoles con creces no tan sólo en el juego, como era frecuente por esa época, sino también en el marcador final, lo que no era tan habitual. Y además vengando recientes y dolorosas afrentas, sufridas por toda la afición en general y en forma particular precisamente por los dos genios que resultaron goleadores en el partido: Schuster y Futre. La importancia intrínseca del magno acontecimiento es equiparable a la que debieron sentir otros muchos seguidores más veteranos (recuerdo en concreto al insigne rojiblanco director de cine José Luis Garci, al que se lo he oído comentar en más de una ocasión) cuando se ganaron brillantemente las dos primeras Copas (entonces del Generalísimo) frente al mismo rival y en el mismo escenario. Temporadas 59-60 y 60-61. Sendas victorias por 3 a 1 y 3 a 2, del Atlético de Adelardo, Peiró y Collar frente al Real Madrid de Di Stéfano, Puskas y Gento.    
  Pero en cuanto al desarrollo del juego en sí, con independencia de que fuéramos infinitamente superiores al rival, no lo recuerdo como especialmente primoroso e inolvidable, como sí lo fue el de la Supercopa europea. Se derrochó oficio, seguridad, contundencia y saber hacer, pero no se llegaron a alcanzar (repito, en mi humilde opinión), los niveles de excelencia alcanzados en el 2012.
  En cualquier caso, este debate ya olvidado (ya se sabe que en el mundo del periodismo no hay nada más viejo que una noticia de ayer) y que yo he reabierto en cierta forma me sirve para enlazar con el miniserial que estoy dedicando a aquellas finales del equipo a las que tuve la dicha y fortuna de poder acudir “in situ”. Tras la final de Lyon y la del Mallorca, llegamos a esta final del 92. Y la he querido recordar con ese nombre, además de cómo signo diferenciador de un año importantísimo para la historia del deporte español en general (¡esos inolvidables Juegos Olímpicos de Barcelona!), para distinguirla de todas las otras muchas finales brillantemente conquistadas en el mismo recinto, varias de ellas ante el mismo rival.
  Y como hicimos en los dos artículos dedicados a las dos finales antedichas, vamos en primer lugar a repasar someramente la trayectoria hasta la final. Nuestro equipo entró en liza ya bastante adelantada la competición, en octavos de final, por lo que tuvo que disputar apenas tres eliminatorias para llegar a ella. Eso sí, todas ante equipos de Primera División.
Futre en acción
  En octavos el bombo nos emparejó con el Oviedo, por entonces en tiempos de bonanza. La ida tuvo lugar en el viejo Carlos Tartiere el día ocho de enero de mil novecientos noventa y dos. Es decir, ya se había abandonado la inveterada costumbre de disputar las eliminatorias coperas en mayo, al finalizar el torneo liguero, y se había adoptado prácticamente el sistema actual de celebrar todas las eliminatorias, hasta la final, en los meses de invierno (principalmente, enero). Y susto. Derrota por un gol a cero, anotado por el delantero vasco Sarriugarte al poco de comenzar el encuentro. Tocaba remontada en Madrid. Y se remontó. ¡Y cómo!. Catorce días después, el veintidós de enero, en noche fría y brumosa, pero desde otro punto de vista, brillante, goleada por cinco goles a cero. Completaron el resultado Futre, anotando el primer gol y el quinto, y entremedias Toni, Moya y Manolo.
  En cuartos de final el rival fue el Athletic de Bilbao. Una vez más, sucursal contra casa madre. Y una vez más el “hijo” salió respondón. Ya quedó zanjada la eliminatoria en la ida, disputada en San Mamés el día cinco de febrero. Contundente victoria por cero goles a tres. Goles de Manolo de penalti y dos de Futre. Buenísimo partido del equipo, en especial de este último. La estrella lusa estaba disfrutando de su mejor época con la elástica rojiblanca, como es fácilmente deducible. Y trámite en Madrid, En esta ocasión tres semanas después, el veintiséis de febrero, se redondeó el marcador global con una nueva victoria por un gol a cero, anotado por Vizcaíno de penalti cerca del final.
  En semifinales, el Deportivo de Coruña. Curiosamente, sobre el papel, el rival menos fuerte de los tres. Acababa de regresar a Primera División, después de veinte años, y había conservado dignamente la categoría. La eliminatoria sí que tuvo lugar en esta ocasión al finalizar la Liga. La ida, el día catorce de junio, en el Vicente Calderón. Cómoda victoria por dos goles a cero. Los goleadores, Manolo y Schuster. Y la vuelta, en Riazor, el día veinte de junio. El gol de Manolo mediada la segunda parte sentenciaba la eliminatoria. El de Djukic de penalti cerca del final tan sólo sirvió para obtener el empate en el partido. El yugoslavo era uno de los miembros de la plantilla deportivista que a partir de la temporada siguiente forjarían la leyenda del Superdepor, sobre todo con la llegada de los astros brasileños Mauro Silva y Bebeto.
  Y la gran final tuvo lugar en el estadio Santiago Bernabéu, el día veintisiete de junio de mil novecientos noventa y dos. Una vez más, no existieron con las entradas los problemas que luego llegarían a suscitarse al cabo de los años con otras finales. Para los socios, para todos, sin distinción de antigüedades, nos habilitaron unas taquillas especiales en el propio estadio Vicente Calderón. Fuimos durante los días establecidos, ni siquiera era un día único, retiramos nuestras localidades previa espera en una cola nada escandalosa y sin más dilación estábamos ya preparados para asistir al magno acontecimiento. Pocos años después, en 1999, habiendo querido asistir a la final de Copa contra el Valencia en el estadio de La Cartuja de Sevilla, me tuve que quedar con las ganas. Ya la demanda se había incrementado exponencialmente y habían dejado un solo día para la retirada de entradas por parte de los socios. Y el día en cuestión, después de haber estado toda la mañana esperando en una cola que daba más de una vuelta al propio estadio, poco antes de llegar al destino prometido, nos cerraron las taquillas en la narices sin vendernos más entradas. Lo cierto es que desde entonces jamás he conseguido obtener boletos para acudir a cualquier otra de las finales (que no han sido muchas, pero tampoco pocas) a las que ha llegado nuestro equipo.
Celebrando uno de los goles ante la parroquia madridista
  En esta ocasión, mi localidad se ubicaba en la grada de lateral, en la esquina conformada entre la misma y el fondo norte, que fue el asignado para la hinchada atlética. Me llamó la atención que la práctica totalidad de mis vecinos de asiento no parecían ser socios de la entidad, sino, por las pancartas, carteles y banderas escritas que portaban, peñistas provenientes de otras provincias, como Ávila, Toledo, Cáceres o Badajoz. Comprendí de primera mano las ventajas de que disponen las peñas a la hora de conseguir entradas para acontecimientos especiales, ventajas de las que ignoro si seguirán disfrutando en la actualidad.
  Al igual que el año anterior frente al Mallorca, me gustó llegar al estadio con mucha antelación, para rodearlo en todo su perímetro y empaparme del ambiente. En teoría, las aficiones estábamos separadas y no podíamos mezclarnos. Pero como iba solo, no portaba ningún distintivo del equipo (por esa época no me gustaba llevarlos; ahora sí) y no me debieron ver peligroso, nadie me puso problema alguno para mi paseo perimetral.
  Bajo las órdenes del colegiado asturiano Díaz Vega, las alineaciones fueron las siguientes: por parte del Real Madrid, Buyo; Chendo, Tendillo, Sanchís, Villarroya (Paco Llorente, mínuto 45); Michel, Milla, Hierro, Hagi (Alfonso, minuto 12); Luis Enrique y Butragueño. El entrenador era el holandés Leo Beenhakker. Y por parte del Atlético de Madrid: Abel; Tomás, López, Donato, Solozábal, Soler; Vizcaíno, Schuster; Manolo (Toni, minuto 77), Moya (Alfredo, minuto 59) y Futre. Nuestro entrenador, el legendario Luis Aragonés, en una más de sus múltiples etapas en el banquillo rojiblanco. El cancerbero Abel conseguía por fin disputar una final victoriosa con su equipo (había jugado la perdida frente a la Real Sociedad en 1987 y se había perdido la del año pasado frente al Mallorca). Los dos únicos fichajes de ese año jugaron de titulares: Soler, que más que fichaje era cesión del Barcelona. Hizo un buen año, taponando si acaso la irrupción de un prometedor Toni que a partir de la temporada siguiente, con su marcha, sería irrefrenable. Luego, por cierto, entre los muchos equipos en los que jugaría, lo hizo también en los rivales blancos. Y Moya, que le dio al equipo un cariz más ofensivo. Empezó la temporada maravillosamente, para luego ir disminuyendo su rendimiento de forma paulatina. Schuster y Vizcaíno dejaron de tener un acompañante en la línea medular, ya que el recién llegado se desplazó hacia la delantera, para acompañar a Manolo y Futre. Eso sí, ninguno de los tres era delantero centro clásico. Seguíamos con el sistema, anticipándonos en el tiempo veinte años, del delantero centro falso o mentiroso.
Gol de Schuster
  Respetando el dibujo táctico de la anterior temporada, Luis jugaba también este año con esquema de tres centrales. Como curiosidad, de la terna de la final del año pasado, habían desaparecido (de la alineación titular de este partido, no de la plantilla) Ferreira y Juanito, dejando paso a dos iconos de la historia rojiblanca como López y Donato. El único que repetía final era Solozábal, apenas un mes después campeón olímpico.
  Lo primero destacable del encuentro fue la lesión del rumano Hagi. Una noble entrada de López (como todas las suyas, ¿acaso hay alguien que lo dude?) la provocó. El ritmo del partido se vio claramente desde el inicio que lo manejaba la escuadra rojiblanca. Movía el cuero con alegría y velocidad de un lado al otro del terreno de juego. En estas, a los siete minutos, falta madridista. Bastante lejos del arco. Para cualquier otro jugador, estaba tan retirada que ni se podría pensar en el lanzamiento directo. Pero nosotros disfrutábamos de Schuster. El lanzamiento de faltas era una de sus especialidades, y el de estas un poco alejadas su sello de identidad. Se hizo el silencio en todo el estadio. La mitad de las gradas se temía lo que se avecinaba. La otra mitad lo anhelaba. El genio alemán se posiciona encima del balón. Apenas coge carrerilla, como era característico de él. Golpea el balón con el interior del pie derecho. Para haberle dado con esa superficie, sale con una potencia inusitada (otra de sus cualidades). Y colocación portentosa. Teledirigido a la escuadra. La estirada de Buyo no vale sino para salir en la foto. Las gradas rojiblancas se abrazan alborozadas.
Gol de Futre
  Poco después, tras renquear unos minutos, Hagi se retira. Los blancos debían de atacar ahora, en busca del empate. Pero son los rojiblancos los que enlazan feroces ataques, uno detrás de otro, en busca del marco rival. Nada novedoso, es lo que siempre pasaba en los “derbies” de aquellos años. Penalti flagrante de Buyo a Schuster no pitado. Y poco después se obtiene premio. A los veintinueve minutos, enésima escapada de Futre por la banda izquierda, con Chendo persiguiéndole como siempre  sin alcanzarle. Apenas pisa el área, sorpresivo disparo (porque no se prodigaba en exceso en el disparo lejano). La velocidad de la acción y la violencia y certeza del disparo sorprenden a Buyo (recordemos: acérrimo enemigo del portugués, aún más allá de los terrenos, desde cierto incidente ya recordado en el artículo dedicado a Futre) y el balón se dirige a la misma escuadra que antes había encontrado Schuster, que para eso se sabía ya el camino. Años después, el astro luso confesaba que la dulce victoria y su manera de conseguirla había sido su mejor recuerdo en rojo y blanco.                   
  Media hora de confrontación y el partido parecía resuelto. O al menos encarrilado. Que con ese rival enfrente nunca se sabe. Habíamos vivido muchas situaciones parecidas en las que habían conseguido dar la vuelta al marcador. Y para muestra, un botón reciente. Apenas dos años antes, en la trigésimo séptima y penúltima jornada de la Liga 89-90, tras haber llegado al descanso con diferencia de tres goles a cero, de Baltazar, Orejuela y Manolo, los blancos, arbitraje calamitoso del catalán Mazorra Freire mediante, llegaron al empate a tres, por medio de Hierro, Losada y de nuevo Hierro, ya fuera de tiempo, transformado una inexistente y lejanísima falta directa.
Futre recoje la Copa
  Por eso, si bien el encuentro desde entonces discurrió con relativa tranquilidad, y sus escasos ataques eran perfectamente controlados por nuestra zaga, muchos tuvimos que acordarnos de ese antecedente y de otros similares cuando en el minuto sesenta y nueve, el árbitro nos sancionó con un penalti en contra. El típico que le pitaban siempre a Butragueño, el cual buscaba al portero rival que desde hacía media hora estaba ya tirado en el suelo. Michel lo tira a su izquierda con potencia. Pero Abel tiene su minuto de gloria en la final y con una portentosa estirada despeja el esférico. De ahí al final, los blancos perdieron toda su fuerza y el juego fue un continuo baile rojiblanco, que, de habérselo propuesto, podría haber hecho sangre y obtenido un marcador histórico.
  Cuando concluyó el encuentro y Futre como capitán recogió la Copa, muchos aficionados atléticos, en el estadio y fuera de él, lo celebramos intensamente. Había sido una vivencia inolvidable. Comprendo que para todos aquellos que actualmente rondan la treintena, les dejara marcados. Ese día, muchas vocaciones atléticas o bien se descubrieron o bien, sobre todo, se confirmaron y reafirmaron. 
  

JOSÉ MIGUEL AVELLO LÓPEZ

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