miércoles, 21 de noviembre de 2012

MARCELINO

MARCELINO

  Comenzamos el artículo de hoy con una breves disquisiciones (no me atrevo a llamarlo lecciones) tácticas, que se adaptan perfectamente a nuestro protagonista. Cuando, a mediados de los años sesenta, uno de los dos centrocampistas atrasa su posición y se incrusta en la línea defensiva, ésta pasa a estar conformada por cuatro jugadores, dos defensas centrales (o uno y líbero) y dos laterales. Es el esquema táctico mayoritario hasta hoy en día, con alguna excepción para las líneas de tres o de cinco miembros. Hasta que esa circunstancia no se dio, los zagueros apenas se incorporaban al ataque. Bastante tenían con lidiar en desventaja de tres contra cinco (los delanteros oficiales en esa época). Pero, una vez que se vieron más protegidos, poco a poco se lanzaron a alcanzar más protagonismo ofensivo, cubriendo el espacio que los atacantes dejaban libre al retrasarse igualmente. Si bien en algún caso ese avance se dio por la parte central, generalmente fueron los defensas laterales los que atacaban más. Hacia mediados de los años 70, los laterales más valorados y modernos eran los que, guardando su parcela como primera premisa, por supuesto, más y mejor atacaban. Fiel paradigma de esa modernidad era Marcelino. En este sentido, recuerdo como en uno de sus partidos con la Selección española, concretamente en el amistoso disputado en el parisino Parque de los Príncipes, contra Francia el día ocho de noviembre de mil novecientos setenta y ocho, con derrota final por un gol a cero, anotado por el defensa central Specht, desplegó un juego portentoso, un vendaval de constantes subidas y centros por su banda derecha. Fue probablemente el partido más completo que le recuerdo, dentro de su magnífica línea de regularidad y tono notabilísmo. De hecho, para nuestro entrenador de entonces, el húngaro Ferenc Zsuzsa, que acababa de arribar al equipo tras haber comenzado la temporada en el banquillo Héctor Núñez y ser cesado al poco tiempo, fue una gratísima sorpresa. Estaba tan recién llegado que incluso desconocía la verdadera valía de sus jugadores y para él, según comentó al día siguiente en los medios de comunicación, fue sorprendente ver que disponía en su plantilla de un defensa lateral derecho que se adaptaba tan bien al concepto moderno.
  Marcelino Pérez Ayllón nació en Sabadell el día trece de agosto de mil novecientos cincuenta y cinco. Tras despuntar en categorías inferiores en diferentes equipos de su tierra, como el Gimnástico Mercantil, disputa con el Sadabell dos excelentes campañas en Segunda División, 72-73 y 73-74, que le posibilitan su fichaje por el equipo colchonero. Muy jovencito además, a punto de cumplir diecinueve años. Por aquel entonces jugaba de centrocampista, posición en la que igualmente disputó sus primeras campañas rojiblancas. Pero fue nuestro legendario entrenador Luis Aragonés, que llegó a compartir plantilla con él como jugador durante unos pocos meses,  el que en sus primeros años de técnico le cambió de ubicación y con ello, para bien, su futura trayectoria. Vio que su velocidad, anticipación e impetuosidad rendirían mejor al equipo en banda y le colocó de lateral, para suplir a otra leyenda rojiblanca como era Melo. A partir de ahí su rendimiento fue sobresaliente. El mismo camino hacia el lateral se lo hizo tomar en sus sucesivas etapas a otros discípulos bajo sus órdenes, con diferentes resultados: magníficos, como Aguilera, circunstanciales, como Quique Ramos, o meramente episódicos, como Pedro Pablo. Seguro que la reciente reconversión de Juanfran hubiera sido muy del agrado del sabio de Hortaleza.
  Marcelino defendió los colores rojiblancos durante once excelentes temporadas, desde la 74-75 hasta la 84-85, ambas inclusive. Jugó un total de ciento noventa encuentros ligueros, en los que anotó tres goles (no se puede decir que fuera excesivamente goleador), cuarenta y uno de Copa (del Generalísimo o del Rey), con un gol, y veintiuno de diferentes competiciones europeas, sin gol alguno. Como todas las leyendas rojiblancas que estamos rememorando en esta serie de artículos, uno de los motivos indudables de su éxito fue su regularidad, dado que disputó el siguiente número de encuentros ligueros, en sus once ejercicios: 15 (su primer año, de asentamiento), 21, 28, 34 (todos), 32, 6 (este año debió de estar lesionado), 19, 12, 16, 7 y 0 (este último año tan sólo jugó dos encuentros de Copa). Los números no mienten, y muestran claramente como su rendimiento fue en ascenso imparable, con esos picos majestuosos de las temporadas 77-78 y 78-79 (sin duda alguna, su mejor época; además, de sus tres goles ligueros, dos lo fueron en estas temporadas, a razón de uno por cada una; el otro lo fue en la 80-81), para luego ir descendiendo paulatinamente.
  Su debut tuvo lugar en la primera jornada de la Liga 74-75, el día ocho de septiembre de mil novecientos ochenta y cuatro, en un triste empate a cero contra el Granada en el Vicente Calderón, compartiendo medular con Irureta y con Luis, el cual, apenas un par de meses después, de manera sorpresiva, tras el cese del entrenador Juan Carlos Lorenzo, dejaría de ser su compañero y pasaría a ser su entrenador.
  En cuanto a los reseñados goles, al igual que hicimos en el artículo dedicado a Solozábal, dado su escaso número, vamos a repasarlos someramente. Si bien existe una diferencia: los del central los recuerdo todos ellos vívidamente; los del lateral, no, son todos fruto de documentación previa. Por aquellos tiempos yo todavía no acudía al estadio y los resúmenes televisivos muchas veces ni existían. El primero cronológicamente fue el gol copero, ya que lo anotó el día diecinueve de junio de mil novecientos setenta y seis, en las semifinales de la Copa del Generalísimo (la última que se disputó) frente a la Real Sociedad. En la ida, se había vencido en Atocha por un gol a cero (de Panadero Díaz, uno de los pocos que el zaguero argentino consiguió con nuestros colores). Y en la vuelta en el Vicente Calderón, el gol del centrocampista Marcelino, luego empatado por Muruzábal, valió para meter al equipo en la final, que a la postre se ganaría frente al Zaragoza por un gol a cero, el último de Gárate, tal y como recordamos en el artículo a él dedicado, primero de este blog.
  Y en cuanto a los goles ligueros, fueron los siguientes: el primero, ya jugando de lateral, frente al Salamanca, el día trece de noviembre de mil novecientos setenta y siete, jornada 10ª de Liga. Victoria por cuatro goles a dos. El suyo fue el primero, completando luego el resultado Rubio y Rubén Cano en dos ocasiones. El segundo, frente al Celta, el día veintiuno de enero de mil novecientos setenta y nueve, jornada 17ª de Liga. Victoria por cuatro goles a cero. El suyo, el tercero. Los otros goles fueron del mago brasileño Leivinha, en una de sus tardes inolvidables. Y el tercero y último, el cinco de octubre de mil novecientos ochenta, jornada 5ª de la Liga 80-81, la primera del Doctor Cabeza en la Presidencia, García Traid en el banquillo y que casi ganamos, perdiéndola al final dolorosamente (¡ese Álvarez Margüenda!). Victoria por dos goles a uno. El de Marcelino sirvió para empatar el inicial de Dani, y que luego Rubio, de penalti a tres minutos del final, consiguiera el resultado final.
  El palmarés de Marcelino con la camiseta rojiblanca incluye la práctica totalidad de los títulos de la década de los 70: la Copa Intercontinental de la temporada 74-75 (si bien no jugó ninguno de los dos partidos de la final, frente al Independiente de Avellaneda, ya figuraba en la plantilla), la Copa del Generalísimo (en la que sí jugó la final, tras participar de forma activa en las eliminatorias, como acabamos de ver al reseñar su gol en semifinales frente al conjunto donostiarra) y la Liga de la temporada 76-77, en la que ya sí que tuvo un protagonismo activo, iniciando su fase de esplendor.
  Por lo que hace referencia a su trayectoria en la Selección española, defendió la elástica de “La Roja” en trece ocasiones, todas ellas con Kubala de seleccionador. Con motivo de su debut recuerdo una entrevista periodística en la que nuestro jugador alucinaba con el simple hecho de poder portar en los entrenamientos un chándal con el nombre de “España” grabado en el pecho. Debutó el día veintiséis de octubre de mil novecientos setenta y siete, en partido clasificatorio para el Mundial de Argentina 78 disputado, curiosamente, en el estadio Vicente Calderón, contra Rumania. Sustituyó por lesión a otro lateral derecho reconvertido, en este caso desde la posición de extremo, cual era el bético Benítez. Se venció por dos goles a cero. Ese mismo día, tal y como ya recordamos en el artículo a él dedicado, Leal marcaba su primer y único gol como internacional. El segundo fue de Rubén Cano, peinando ligeramente una falta lateral botada por el madridista Pirri. Tan ligeramente que éste propugnaba para sí la autoría del gol. Y Marcelino cumplió su cometido estupendamente bien. Tanto que se hizo con el puesto de lateral derecho titular durante los dos siguientes años, por encima de rivales como el madridista Sol, el españolista Ramos, el barcelonista De la Cruz, el mentado bético Benítez o el valencianista Carrete. Durante esos tiempos Marcelino, Leal y Rubén Cano fueron la constante aportación de nuestro club al combinado nacional. Por consiguiente, participó en la épica victoria frente a Yugoslavia, que sellaba el pasaporte para el Mundial argentino, con la victoria por uno a cero con el mítico gol de Rubén Cano, en los tres partidos de la fase final de dicho Mundial, como titular, frente a Austria, Brasil y Suecia, y en los primeros clasificatorios para la siguiente gran cita internacional, la Eurocopa de Italia 80. Su último entorchado, en esa fase clasificatoria, fue el día cuatro de abril de mil novecientos setenta y nueve. Curiosamente, contra Rumania, el mismo rival contra el que había debutado. En esta ocasión, en suelo rumano, en Craiova. Empate a dos. Los dos goles locales de Georgescu fueron contestados por los dos españoles del bilbaíno Dani.                              
  Marcelino, desde los tiempos de mi niñez y primera adolescencia, que magnifican e intensifican los acontecimientos, fue el lateral derecho perfecto. En mi opinión, el mejor del que hayamos podido disfrutar, por encima de otros ídolos rojiblancos posteriores como Tomás o Geli (no vi jugar a Revilla). Su velocidad, garra e impetuosidad servían no tan sólo para defender imperialmente su parcela, sino también, tal y como anticipamos en la introducción del presente artículo, para arrojarse con valentía y rapidez al ataque. Todo ello coronado por su tremendo carisma, personalidad y amor propio. Su anterior ubicación de centrocampista de brega y pelea le valió para desplegar y acentuar sus aspectos defensivos y así marcar hasta el aburrimiento a los extremos rivales. Pero lo que creo que sin duda alguna ha quedado impreso en el imaginario colectivo es su facilidad para el despliegue ofensivo. Sus continuas subidas eran jaleadas desde la grada y fue uno de los pioneros de todos los demás laterales ofensivos que hayan podido venir con posterioridad.               



JOSÉ MIGUEL AVELLO LÓPEZ

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