miércoles, 23 de enero de 2013

LA FINAL DE ZARAGOZA

LA FINAL DE ZARAGOZA

   Con el nombre de la final de Zaragoza me refiero a la disputada en dicha ciudad en 1996, contra el Barcelona. El inolvidable por tantos conceptos año del doblete. Cierto es que nuestro equipo jugó otra final en la capital maña, en 1987, recién llegado (apenas dos días antes) Jesús Gil a la Presidencia, contra la Real Sociedad, el día veintisiete de junio. Como muchos recordarán, se perdió por penaltis, tras llegar al final del tiempo reglamentario y prórroga con empate a dos (López Ufarte y Beguiristain por los donostiarras y Da Silva y Rubio por los atléticos). Por cierto, que de igual manera muchos recuerdan ese partido por el hecho de que el árbitro, Ramos Marcos, nos privó lastimeramente del título, al negarse a sancionar en el último minuto de partido un flagrante penalti de López Rekarte a Julio Prieto. Indudablemente fue el principal, pero ni muchísimo menos el único error que el mentado cometió en contra de nuestros colores. Cada vez que veíamos que nos lo habían asignado para un partido nos echábamos a temblar. Recuerdo como más destacado (y descarado) el despeje con la mano que el barcelonista Alesanco realizó con el brazo estirado dentro del área, en partido liguero contra el Barcelona, cuya fotografía fue portada al día siguiente de “Marca”, y que el susodicho rehusó sancionar. En cualquier caso, comoquiera que esa final se perdió, la que hoy en día todos conocemos con el nombre de la final de Zaragoza es la victoriosa, la de 1996.  
  Con el análisis de hoy concluyo además la pequeña saga que he dedicado a todas aquellas finales que he podido presenciar en el mismo estadio. Desde entonces, no he podido acudir a ninguna más, ya fuera porque no consiguiera entradas para ello (final de 1999 en Sevilla contra el Valencia, o de 2012 en Bucarest contra el Athletic de Bilbao), ya porque mis obligaciones profesionales o familiares me lo impidieran (todas las demás).
  Como en los anteriores artículos, hagamos en primer término un somero repaso a la trayectoria hasta la final. En segunda ronda, o treintaydosavos de final, nos enfrentamos al Almería, entonces en Segunda División. En la ida, en la ciudad andaluza, el día veinticinco de octubre de mil novecientos noventa y cinco, jugaron gran parte de los titulares, no obstante permitir el entrenador Antic la entrada de alguno de los menos habituales. Se venció por cuatro goles a uno. López, Pantic y Penev pusieron el tres a cero en el marcador, descontó Portillo y De la Sagra (en su único gol oficial como colchonero), logró el cuarto y definitivo.
  La vuelta, en Madrid, el ocho de noviembre, fue un tanto (muy) aburrida. Aquí, dado el resultado del primer partido, sí que jugaron muchos suplentes. En realidad, a mí esta clase de encuentros me gusta mucho presenciarlos, porque compruebas el estado de forma de los que salen y puedes descubrir a otros que apenas juegan. Pero este partido de vuelta fue aburrido de verdad. Además, había muy poco ambiente, éramos poquitos en el estadio. Se venció por dos goles, de Penev y el primero atlético de Correa, a uno.   
  En la siguiente ronda, dieciseisavos de final, el Mérida. Por aquel entonces, todo un señor equipo de Primera División. El partido de ida, en Madrid, el veintiocho de noviembre. Se empezó mal. Un gol madrugador del brasileño Sinval y se llega al descanso con momentánea derrota. Pero la segunda parte fue un desmelene generalizado, dejando la eliminatoria prácticamente sentenciada. En la primera media hora de esta continuación, dos goles de Kiko y otros dos de Pantic, uno de penalti, subieron al marcador el definitivo cuatro a uno.
  La vuelta, en la capital extremeña, el día trece de diciembre. Y borrachera de goles. Empate a cuatro final. Los nuestros, anotados por Pirri, dos de Correa y el último por Biagini, que conseguía el resultado definitivo ya fuera de tiempo.
  Para octavos de final, el Betis. Tras el empate a uno en el Calderón, el nueve de enero de mil novecientos noventa y seis, en el que Pier igualó el inicial gol de López, los béticos (en particular, su peculiar Presidente, Lopera) se las prometían muy felices. Por eso su decepción fue mayúscula cuando en la vuelta, celebrada en el estadio heliopolitano una semana exacta después, los nuestros forjaron un magnífico encuentro y tras anotar dos goles Geli y Penev en la primera media hora, apenas encajaron ya en la segunda parte un gol del ex-atlético Sabas. El Presidente sevillano, que no jugadores y técnicos, salieron luego hablando de atraco a mano armada y lindezas similares.
  En cuartos, el Tenerife, en aquella época un potentísimo equipo de Primera, que se paseaba por Europa y decidía campeonatos (dos Ligas menos en Canarias). La ida, en la ciudad tinerfeña, el treinta y uno de enero, concluyó con un empate a cero que no reflejó en nada el juego desplegado, dado que recuerdo que nos dedicamos a fallar una ocasión clarísima tras otra, la que motivaba por mi parte unas muy duras imprecaciones al televisor (¿qué culpa tendría el pobre?). Por eso, la vuelta en Madrid, el quince de febrero, con la eliminatoria abierta, se presentaba muy interesante. Pero no hubo color. En ningún momento el equipo rival fue enemigo. Tres goles de Penev, en probablemente su mejor partido como rojiblanco, sentenciaron el encuentro y, por ende, la eliminatoria.        
  Para semifinales, el Valencia, el equipo que, comandado en esa temporada por Luis Aragonés, sería a la postre el principal rival en el campeonato de Liga, tras una impresionante racha final de victorias y tras dejar detrás definitivamente al Barcelona, que durante toda la temporada parecía que iba a ser el principal rival. Los madridistas deambulaban por la mitad baja de la clasificación. El partido de ida, en Mestalla, el veintiuno de febrero, fue uno de los espectáculos más inenarrables e inolvidables que pudimos disfrutar todos los atléticos en una temporada a su vez inolvidable. Seguro que a muchos de nosotros, al rememorar ese año, nos viene a la memoria este encuentro como uno de los recuerdos más agradables y eufóricos. Tras llegar al descanso con dos a cero (Gálvez y Fernando) en contra, la segunda parte fue la apoteosis. Si anteriormente, contra el Mérida, he relatado en la segunda parte un desmelene, aquí lo fue elevado a la máxima potencia. Apenas recomenzado el juego, gol de Pantic en una de sus magistrales faltas. Poco después, repitió el yugoslavo. Y luego Biagini. Y más tarde Juan Carlos, que estaba empezando a entrar de nuevo en el equipo tras una grave lesión en pretemporada. Y para colofón, un último gol de Roberto. Los atléticos penetraban una y otra vez la defensa valencianista como el cuchillo caliente en la mantequilla. Se veían desbordados y los nuestros hicieron del contragolpe un arte. El postrero gol de Mijatovic no hizo sino maquillar el definitivo marcador de tres goles a cinco. También aquí las expectativas desvanecidas hicieron que otro peculiar Presidente, el valencianista Roig, inmediatamente después de agredir a nuestro delantero Penev en el antepalco, saliera ante los medios de comunicación soltando sapos y culebras.
  En la vuelta, en el Vicente Calderón el veintinueve de febrero, especulamos con el resultado. Les esperamos atrás bien replegaditos. Ellos, vista la debacle de la ida ante su ofensiva total, tampoco se lanzaron a tumba abierta. Resultado final: uno (Pantic de penalti) a dos (Viola y Fernando). Trámite cumplido, eliminatoria superada y a la final.
  Comoquiera que el rival de la misma fuera el Barcelona, se consensuó una ciudad neutral, equidistante además, como Zaragoza. Dado que por entonces el pulso liguero era entre los dos mismos rivales, la final se tiñó de una responsabilidad añadida. Se decía que el que ganara la Copa cogería impulso para ganar la Liga. Y ganamos nosotros. Ha sido la única de nuestras nueve Copas (además, la última, de momento) que no se ha obtenido en el vecino feudo del Santiago Bernabéu. 
  Como había que viajar, los seguidores que deseábamos acudir a presenciarla tuvimos que preocuparnos de agenciarnos no tan sólo la entrada al encuentro, como de costumbre, sino también el medio de locomoción. En mi caso, hice ambas tareas de una sola tacada. Una empresa de autocares, radicada en Moratalaz, estaba oficialmente convenida con el Club y contratando con ellos el viaje te proporcionaban la entrada. Así lo hice, y bien prontito por la mañana el diez de abril de mil novecientos noventa y seis, día de la final, partimos desde las proximidades de nuestro estadio hacia la capital maña. Las salidas de autobuses se hacían por supuesto en forma escalonada y yo elegí salir lo antes posible. Huelga decir que, como en todo desplazamiento a un partido de esta trascendencia, el ambiente dentro del autocar era impresionante. La empresa debió haber pactado (por supuesto, previa contraprestación) con las áreas de servicio de la ruta las paradas a realizar, las cuales no tuvieron demasiado sentido, ya que se hizo la primera apenas arrancados, a escasos cincuenta kilómetros de Madrid, y una segunda y última a punto de llegar, a todavía más escasos veinte kilómetros de Zaragoza. Y en el retorno, por la noche, o más bien madrugada, se nos paró en otra área de servicio que, al no estar la vuelta escalonada, estaba repleta de clientes.
  Al llegar, a primera hora de la tarde, el autocar se dirigió a aparcar a una explanada de tierra, habilitada extraordinariamente como aparcamiento, en las proximidades del estadio de La Romareda, justamente debajo de la alta torre de telecomunicaciones de Zaragoza. En el año dos mil, cuando me radiqué en esta ciudad (¡quién me iba a decir a mí entonces que cuatro años después iba a ir a vivir allí!) esa explanada de tierra ya no existía, sino que en su lugar se habían construido bloques de casas. Recuerdo el resto del día con sumo agrado. El ambiente era especialmente agradable. Como yo ya conocía la ciudad, me desplacé caminando tranquilamente Gran Vía abajo, hasta el Paseo de Independencia y, más allá, la Plaza del Pilar. Por todos lados, especialmente en los más turísticos, como esta última, había grupos de seguidores de uno u otro equipo, ataviados con sus colores representativos, cantando, divirtiéndose y compartiendo bebida y viandas, incluso con la afición rival. Me gustó mucho este ambiente de amistad y camaradería. En ningún momento llegué a presenciar actos violentos o peligrosos, sino que ambas aficiones estuvimos perfectamente si no hermanadas, al menos amistadas. Incluso descansando en las cercanías de La Romareda, en el Parque Grande, antes de entrar al estadio, presencié un simpático partido entre jóvenes aficionados de ambos equipos. Una vez dentro, los ánimos se caldearon y, amparados en la masa, los más viscerales hicieron que el ambiente se tornara algo más hostil.
  Bajo las órdenes del árbitro asturiano Díaz Vega, los dos contendientes presentaron las siguientes alineaciones. Por parte del Atlético de Madrid, dirigido por Radomir Antic: Molina; Geli, Santi, Solozábal (expulsado por doble amarilla cerca del final), Toni; Caminero, Vizcaíno (Biagini, mínuto 82), Pantic, Simeone; Kiko (Roberto, minuto 84) y Penev (López, minuto 61). Es decir, exactamente la alineación tipo de esa temporada. Incluso los tres cambios fueron también los tres suplentes más utilizados. Por parte del Barcelona, con Johan Cruyff de entrenador: Busquets; Celades (Ferrer, minuto 17), Nadal, Popescu, Sergi (años después rojiblanco, igualmente expulsado por doble amarilla cerca del final); Amor, Guardiola, Bakero (Roger, minuto 61), Hagi; Figo (Prosinecki, minuto 75) y Jordi Cruyff.

  El partido lo recuerdo como de extraordinaria tensión. Ubicado en la grada del Fondo Sur del estadio, obligado a verlo de pie, dado que todos mis vecinos de localidad así se pusieron, los nervios se masticaban. Las otras finales a las que asistí, anteriormente examinadas en este blog, no tuvieron esa tensión. Por el desarrollo del encuentro quedaron claramente inclinadas desde el principio. Pero aquí no. Sabedores de la trascendencia de la confrontación, tanto para el mismo desarrollo de la misma como para, decían muchos, el desenlace liguero, cada ataque nuestro errado era una decepción y cada ataque de ellos, acertado o no (afortunadamente ninguno lo fue), una continuada desazón. Mediada la primera parte, un cabezazo de Jordi por encima del larguero aceleró muchos corazones. Sí que recuerdo que la afición, como siempre en las grandes ocasiones, respondió a la perfección y, pese a lo trabado del encuentro, con pocas jugadas de ataque, estuvo magnífica, animando sin desmayo.

  Así discurrió todo el partido. Ataques infructuosos, las defensas derrotando a los ataques y cada vez más y más tensión. Se llegó a la prórroga. Justo coincidiendo con el pitido final de los noventa minutos, tuvo lugar el gesto de Molina hacia las gradas, al que ya me referí en el principio del artículo dedicado al extraordinario guardameta, y al que me remito para evitar innecesarias repeticiones. Lo cierto es que, gracias a ese gesto, para muchos inolvidable, toda la afición animó sin parar durante el periodo de descanso anterior al inicio del tiempo añadido. Y no sé si en respuesta al apoyo recibido, en la prórroga (que Guardiola jugó lesionado, negándose en forma épica a abandonar el terreno de juego) les avasallamos. Nuestros ataques se multiplicaron y su línea defensiva se veía sobrepasada de continuo. Hasta que, felizmente, llegó el minuto 102. A punto de concluir la primera parte de la prórroga, la tantas veces recordada internada de Geli por su banda derecha, la pequeña pared con Roberto, su llegada hasta la línea de fondo y su centro al área donde Pantic, en el primer palo, entre Nadal y Popescu peinó ligeramente, desviando la pelota hacia el segundo palo, por donde penetró suavemente en la portería de un sorprendido Busquets. Desde el fondo contrario, el grito de gol, adivinando más que presenciando lo que estaba pasando, se hizo eterno.

  Pero en toda final al éxtasis del gol le sigue indefectiblemente el sufrimiento. Quedaba mucho tiempo para que empataran. Toda la segunda parte de la prórroga. Y atacaron. Pero nuestra defensa y cancerbero, como siempre durante la temporada, se mantuvieron firmes y expeditivos. En realidad, no nos crearon ocasión alguna de gol. Incluso casi al final Caminero tuvo una evidentísima, solo frente al portero, que marró para prolongar la agonía.


  Pitido final y la celebración en medio estadio no pudo ser más jubilosa y ruidosa. La otra mitad, denotando falta de deportividad, abandonó el recinto de inmediato. Por cierto, pequeña digresión: una de las muchas cosas que me hacen orgulloso de sentirme atlético es la tremenda deportividad demostrada por la afición entera en las finales perdidas. Cuando concluyen, desafortunadamente con derrota, nuestros aficionados permanecen en las gradas, como obligan los cánones de la deportividad, hasta que el trofeo conquistado le es entregado al equipo rival, homenajeando así tanto al equipo victorioso como al propio, lastimeramente derrotado, pero que nos ha llevado hasta allí en otras espléndidas jornadas, y cuyos jugadores han dado lo mejor de sí mismos. Así pasó en Lyon contra el Dinamo de Kiev (1986; lo que motivó una felicitación oficial por parte de la U.E.F.A.), en Sevilla contra el Valencia (1999), en Valencia contra el Español (2000) y, sobre todo y ante todo, en Barcelona contra el Sevilla (2010). Muchos aún recuerdan el impresionante y espeluznante espectáculo demostrado por nuestra afición que, empequeñeciendo incluso al equipo campeón, jaleó sin parar durante mucho tiempo después al equipo. Seguro que muchos lagrimales se humedecieron y muchos niños, viendo la grandeza del equipo, se hicieron ese día atléticos, pese a la derrota.      
   La celebración subsiguiente hermanó a equipo y afición. Muchos de los jugadores pocos habituales, vestidos incluso de calle, como Cordón, Felipe, De la Sagra, Fortune, Correa o Dani saltaron también al césped y celebraron en comunión el trofeo conquistado, que fue levantado al alimón por el capitán del vestuario, Tomás, y el del terreno de juego, Solozábal.
  La vuelta fue gloriosa. El ambiente del autocar, indescriptible. Sobre todo cuando nos cruzábamos con los barcelonistas. Llegamos a Madrid de madrugada. Muchos de nosotros trabajábamos o estudiábamos al día siguiente. Pero fuimos  a hacerlo orgullosos y satisfechos. La pena es que haya sido, por el momento (repito, por el momento), la última Copa del Rey obtenida. El deseo y la esperanza es que en el futuro lleguen muchas más.


JOSÉ MIGUEL AVELLO LÓPEZ

No hay comentarios:

Publicar un comentario