jueves, 3 de enero de 2013

EL MAGARIÑOS

EL MAGARIÑOS

  Es obvio que cuando se acude a un determinado lugar en el que por lo general se disfruta de experiencias placenteras durante bastante tiempo se le termina por coger cariño. Al recinto físico en sí, me refiero. Dada la naturaleza de este blog, relativa a la Historia del club Atlético de Madrid, la traducción del anterior aserto equivale a que todos recordaremos en un futuro con agrado, nostalgia, melancolía, satisfacción y cariño (cuando no amor profundo) el estadio Vicente Calderón, cuando ya no acudamos a él o incluso cuando ya no exista. Es lógico. En él nos hemos emocionado con nuestro equipo, hemos vibrado con nuestros jugadores, hemos reído, hemos llorado, hemos gritado y hemos sufrido (menos de lo que muchos nos quieren hacer ver). Es normal que cuando tenga lugar el anunciado cambio de estadio, y nos traslademos al estadio de la Comunidad (¿se seguirá llamando así?), popularmente conocido como La Peineta (¿se le seguirá llamando así?), será una experiencia traumática para casi todos, incluyendo a aquellos, entre los que me incluyo, que consideran que el cambio a un estadio más moderno y mejor no será sino beneficioso. Además, no hay nada nuevo bajo el Sol. Todas estas mismas sensaciones son las que sintieron los seguidores más veteranos cuando tuvo lugar el otro traslado de domicilio trascendente de nuestra historia: desde el vetusto estadio Metropolitano al nuevo Vicente Calderón (que por entonces se llamaba simplemente del Manzanares).
  Pero toda esta introducción no es sino para llegar al punto al que quiero llegar, y que no es otro que rememorar con la nostalgia y el cariño a que me he referido anteriormente otro de los espacios en los que creció y se agigantó la leyenda del club rojiblanco. En este caso, centrado en la laureada sección de balonmano: el polideportivo Antonio Magariños, comúnmente conocido entre los aficionados que lo frecuentábamos como “El Magariños”.
  Ubicado en pleno centro de Madrid, en la calle Serrano, en las proximidades de la embajada de Estados Unidos, es el pabellón anexo al Instituto Ramiro de Maeztu que, como de todos será conocido, es el germen y la cantera de uno de los clubes más importantes en el panorama baloncestístico español, con el que además los atléticos mantenemos en general amplias simpatías, posiblemente por estar ambas aficiones afectadas por el virus anti-madridista, cual es el Estudiantes.  Pese a que hace muchos años que los estudiantiles ya no juegan en ese pabellón (desde la temporada 87-88), sigue siendo su casa madre, y por ese motivo celebran sus logros deportivos en la cercana fuente de Los Delfines. Obviamente también vinculado con el Instituto Ramiro de Maeztu es el nombre del propio pabellón, ya que Antonio Magariños García fue uno de sus primeros profesores, concretamente de latín. Más tarde Presidente del Estudiantes, desde 1948 hasta 1964. 
  De análoga manera, el Atlético de Madrid de balonmano, tanto en su época anterior como en la actual, de resurgimiento, ha jugado en diferentes espacios. En competiciones europeas, debido a que la cancha no llegaba a las medidas reglamentarias europeas de 40 por 20 (le falta un metro de largo, se queda en 39), se jugaba tradicionalmente, por ejemplo en la mítica final de la Copa de Europa contra la Metaloplástika, en el Palacio de los Deportes (pre-incendio). Sin embargo, en alguna ocasión (desconozco el por qué, si las medidas son siempre las mismas; igual era en razón de la ronda de competición que se disputara) sí que se nos permitió celebrar competición europea en el Magariños. Recuerdo en particular un memorable encuentro de ida, un domingo por la mañana, contra el Magdeburgo, entonces de la República Democrática Alemana, al que se venció por una abultada renta de diez goles. Pese a lo cual, en la vuelta, se sufrió y casi nos remontan.
  Cuando la sección empezó a tener problemas de sostenibilidad se trasladó a pabellones del extrarradio, como Alcorcón durante unos pocos años y Alcobendas los últimos, antes de su desaparición, en busca del calor de los públicos locales. Sin embargo, para los tradicionales como yo, y muchos otros más, me consta, nos era particularmente incómodo poder seguir al equipo. Reconozco que nunca llegué a acudir a Alcobendas, pese a que entonces vivía en el norte de la capital y no me pillaba muy alejado, y tan sólo en una ocasión a Alcorcón, otro domingo por la mañana, en un encuentro de competición europea contra el Widewz Lodz polaco, en el que destacaba y se dio a conocer en España un tal Bogdan Wenta.
  Felizmente recuperada la sección de balonmano, disputa en la actualidad sus partidos en el carabanchelero Palacio de Vistalegre. Dado que ahora vivo en Zaragoza y voy a Madrid de vez en cuando, principalmente a ver a la familia, todavía no he tenido el placer de acudir a dicho recinto. No obstante es algo que tengo en mente y que lo haré con ilusión tan pronto como tenga ocasión.
  Pero para todos aquellos que nos consideramos veteranos aficionados del balonmano atlético el Magariños siempre ha tenido y tendrá en nuestros corazones una especial significación. El equipo ha jugado en ese pabellón hasta la temporada 91-92. Empezado a construir en 1966 e inaugurado en 1971, yo siempre le he visto jugar en él, con las excepciones antedichas. Para mí, mentar equipo de balonmano del Atlético de Madrid es acordarme del Magariños, y viceversa.     
  Tradicionalmente los partidos se celebraban o bien los sábados por la tarde o bien los domingos por la mañana. Los que éramos socios del Atlético de fútbol teníamos descuentos más que interesantes, pero era obligado pasar por taquilla. Unas taquillas pequeñas, minúsculas, a las que se llegaba después de subir una pequeña rampa, en las que apenas se llegaba a divisar al taquillero, ubicadas en unos habitáculos protegidos con reja que, con forma de vértice, parecían salir hacia el exterior, en busca del aire de la vía pública. Además, creo recordar que las localidades que se expedían, en tiempos en los que la informática no estaba aún generalizada, no reflejaban ni siquiera el partido concreto al que se estaba acudiendo, sino que eran unas entradas genéricas, extendidas sobre papel azul o beige en las que solamente se identificaba el equipo local, sin numeración de asientos.
  Una vez obtenido el precioso boleto, tenías que desplazarte hacia la izquierda, en busca de la única puerta abierta para el público en general. Traspuesta ésta, estabas en la parte trasera de las gradas, desde donde de inmediato accedías a las mismas y a la cancha. Entre una y otras apenas existía una barandilla baja de separación, con la indudable finalidad de que los que se aposentaran en las primeras filas pudieran divisar el espectáculo sin impedimento alguno. Ésta solía ser la ubicación por mí elegida, en el lateral de enfrente de los banquillos. Estando tan cerca, vivías la emoción del partido más intensamente.
  A mí particularmente, desde que entrara en él por primera vez, siempre me subyugó la peculiar arquitectura de este polideportivo, distinta a la de cualquier otro que haya podido conocer. Entre estas pocas primeras filas de gradas bajas y las más elevadas del primer piso, más numerosas, existía un pasillo de deambulación, el cual, curiosamente, solo daba acceso a las sillas bajas, y se llenaba de espectadores de pie en aquellos encuentros de especial trascendencia frente al eterno rival del Barcelona o en competiciones europeas. Para acceder a las altas, había que dirigirse a las escaleras ubicadas en las esquinas, que son las que iban subiendo de piso en piso, hasta el primero, donde existía el mayor número de filas, e incluso hasta el segundo, donde también estaban habilitadas unas pocas líneas más de asientos. Guardo especial recuerdo de uno de esos intensísimos derbis con el Barcelona, ganado por escaso margen, con un López León estelar, en el que, en contra de mi costumbre tuve que subir a este segundo piso, al haber llegado con poco tiempo y estar ya repleto el resto del pabellón. Lo cierto es que desde ahí arriba se vivía un ambiente muy especial, al recogerse de un solo plumazo todo el colorido y todo el sonido reinante. En una de las esquinas laterales del primer piso, enfrente de los banquillos, las sillas individuales habían sido retiradas, a petición de la fantástica, divertidísima y peculiar hinchada del Estudiantes, la “Demencia”, que gustaba de contemplar los partidos de su equipo de pie.
  Pero lo que para mí era más característico de este recinto eran los fondos. En ambos, en los pisos primero y segundo, y en toda su longitud, existía una especie de mini-palcos (como en un teatro elegante), en los que te encontrabas justamente por encima de la cancha, pudiendo participar del espectáculo como si estuvieras allí mismo. Era una ubicación especialmente diferente, justamente por encima de las porterías.
  Y es que las canastas de baloncesto disponían de amplio espacio alrededor, pero las porterías de balonmano no. Parecían incrustadas y encajadas justamente en los huecos de los fondos, debajo de estos palcos. Había que proteger las paredes con abundantes colchonetas, para que los jugadores lanzados al contraataque (sobre todo, Milián), no se chocaran con ellas con peligro para su integridad física. 
  Desde que dejó de jugar en este recinto el Aleti de balonmano, no he vuelto a acudir a él. Tengo entendido que su fisonomía se ha visto recientemente reformada y que ha variado sustancialmente respecto a la descrita. Es el inevitable paso de los tiempos.   
  Y en este recordado pabellón es donde vimos deambular, haciéndonos sufrir las menos y disfrutar las más de las ocasiones, a míticos jugadores que forjaron la leyenda rojiblanca. Además de los ya analizados en el presente blog Lorenzo Rico y Milián, y del pendiente aún de tratar Cecilio Alonso, quiero tan sólo dedicar un pequeño recuerdo a muchos de ellos. Que me perdonen todos aquellos que hayan huido de mi memoria y que no hayan sido mentados, pero lo que es indudable es que, aunque pueda que no estén todos los que son, sí que es seguro que son todos los que están.
  Así, recuerdo en la portería la rapidez de movimientos de De Miguel, la solidez de Díaz Cabezas (especialista en detener lanzamientos rivales con la cara) o la elasticidad de Claudio. No llegué a ver partido alguno en su época de jovencísimo guardameta a Hombrados, único jugador que ha permanecido y enlazado la anterior etapa balonmanística atlética con la actual, ahora ya ilustre veterano. Por encima de todos ellos, Lorenzo Rico.


  En el pivote, todos ellos contundentes y voluminosos, la elegancia de movimientos de Román (al que compartir apellido con el míster Juan de Dios no le libró de monumentales y repetidas broncas), la agresividad de De la Puente (con el aumentativo “Juanón”, claro revelador de su origen asturiano), la sabiduría del serbio Vukovic y la calidad de Luis García (también identificado por un similar aumentativo, “Luisón”, en este caso no por su origen asturiano, dado que era madrileño, sino por mímesis con su mentor, el reseñado Juanón de la Puente).
  En los extremos, la principal característica de todos ellos era la rapidez y velocidad (aunque ninguno de ellos podía igualar la de Milián). Así, el pequeñito estadounidense Story y los españoles Parrilla, de enorme calidad de pase y disparo, Fernando García, de tremenda versatilidad, y otro García, Quique, zurdo, hermano de Luisón, quizá el menos rápido de todos, pero gran seleccionador del disparo adecuado.
  Y finalmente, las primeras líneas, centrales y laterales, donde la principal característica de todos ellos era la dureza del disparo: la sapiencia de López León, la veteranía de Novales, el disparo portentoso de muñeca del zurdo Uría, otro zurdo, danés, de valentía mayúscula, Stroem, el asturiano Chechu, el de mayor estatura, más de dos metros (y el otro principal blanco de las iras del entrenador), el por entonces jovencísimo Reino, que luego se consagraría como importantísimo lanzador y pasador, la elegancia de Marín, la acometividad de Jesús Gámez y la gallardía y arrojo, rayando en la temeridad, golpeándose la cara una vez tras otra contra las defensas adversarias, de Garralda. Y, por supuesto, por encima de todos ellos, el mítico Cecilio Alonso.
  Todos ellos consiguieron que el Magariños se perpetúe en la memoria y en los tiempos. Nombrar cualquiera de los extraordinarios jugadores antedichos nos evoca aquellos maravillosos años en los que acudíamos al viejo y entrañable polideportivo a disfrutar de sus habilidades. Que me perdonen los aficionados del Estudiantes, que muy probablemente tengan derecho a no compartirlo, que para eso estaban ellos allí primero, pero repito que para los atléticos decir Magariños es decir balonmano. Y viceversa.       


JOSÉ MIGUEL AVELLO LÓPEZ

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