miércoles, 22 de mayo de 2013

LA DÉCIMA COPA

LA DÉCIMA COPA



  Tan pronto como el Atlético de Madrid se clasificó meritoriamente para disputar la final de la Copa del Rey del curso 2012-2013, después de eliminar al Jaén en dieciseisavos de final, al Getafe en octavos de final, al Betis en cuartos de final y al Sevilla en semifinales, tres ideas principales, tres futuribles, acudieron de inmediato a mi mente. A saber:
  Primera. Que en cuanto al debate que se suscitó en los primeros días sobre la sede de la final, yo fui de los que desde un principio abogué por el estadio Santiago Bernabéu, por variadas razones, tanto meramente crematísticas (a mayor aforo, mayor porcentaje de taquilla y mayores ingresos), como históricas, de las que este blog es buen instrumento (todos los títulos, menos el último, se ganaron en ese estadio, y tres de ellos directamente frente al propietario), como personales (tendría que ser una satisfacción inmensa vencer en una final una vez más al eterno rival en su propio feudo; además, después de una racha tan prolongada sin poder hacerlo).
  Segunda. Que me encantaría asistir a la final. Todo aquel que haya asistido a una sabe que están rodeadas de un ambiente tan especial e inenarrable que es una ocasión única para poder disfrutar. No obstante, era conocedor de las poquísimas posibilidades de las que disponía. Carezco de todo tipo de “enchufe” para acceder a las entradas reservadas para la Federación. Y en cuanto a las correspondientes al club, siendo en la actualidad socio no abonado residente en Zaragoza, fuera de la capital (por esa razón tuve que dejar de ser abonado), suponía que iban a ser, al igual que en finales anteriores y recientes, sumamente complicadas de obtener, dado que estarían reservadas en primer lugar para los abonados con abono total, luego los demás abonados y así sucesivamente. Además, no podía desplazarme para hacer cola en taquilla. Mis sobrinos mayores atléticos, Guillermo y Álvaro, abonados con abono total, sí que pudieron acceder a sus localidades.

  Tercera. Que en el supuesto (posible, pero poco probable, a raíz de los porcentajes de las apuestas y la impresión general de prensa y afición; yo también era de los que pensaba que ellos eran favoritos) de que se obtuviera la victoria, dedicaría ”ipso facto” la siguiente entrada del blog a un artículo referente a la nueva Copa ganada (que sería la décima), al igual que hice en anteriores ocasiones con los títulos de mayo de 2012, Europa League, y agosto de 2012, Supercopa de Europa. Con las mismas razones que en ellos dos. A pesar de ser un tema de actualidad, alejado de las vivencias históricas que presiden todas estas líneas, no dejará de ser Historia con mayúsculas al cabo de los años. Y a todos nos gustará revisitarla y revivirla. Quizá incluso en este caso más, dado el rival que teníamos enfrente. Si la final se perdía, no escribiría artículo alguno, para no ahondar aún más en la herida.
  Afortunadamente, hoy puedo decir que los tres futuribles, pese a que parecían poco probables (y máxime todos a la vez), se han cumplido. Al cabo de pocos días, la lógica se impuso y se eligió el Santiago Bernabéu como escenario de la final, por encima de las peregrinas ideas de algún sector de madridistas que, con indudable ánimo de molestar, querían que todos los madrileños de uno u otro bando viajáramos hasta Barcelona para jugar en el Nou Camp.

  Bastante tiempo después, el mismo lunes de la semana de la gran final, surgió la oportunidad de asistir al estadio. Para lo cual confluyeron diversas circunstancias. En primer lugar, ese fin de semana mi familia y yo ya íbamos a trasladarnos a la capital del Reino, para acudir el sábado a la celebración de la Primera Comunión de mi sobrina y ahijada Ana. Además, comoquiera que el mismo lunes había oído por la radio que aún sobraba un elevado número de entradas, por mor de los elevados precios, decidí hacer valer mi condición de socio no abonado, llamé por teléfono a las oficinas del club, les expuse mi situación, la no posibilidad de personarme en taquillas y accedieron amablemente, previo pago mediante tarjeta de crédito, a venderme una entrada para la final. Por el “módico” precio de doscientos veinte euros. En este sentido, y pese a que yo me haya visto favorecido por ello, quiero sumarme desde aquí al multitudinario clamor de protesta por haber fijado unos precios tan elevados que han imposibilitado presenciar la final en el estadio a un gran número tanto de atléticos como de madridistas. Una vez obtenido así el preciado boleto, todo fue cuestión de enviar una autorización escrita por correo electrónico a mi hermana, que ésta se la diera a mi padre y que éste fuera a las oficinas a retirar la entrada en mi nombre.
  Ello me obligaba, en contra de lo anteriormente relatado (no habría artículo alguno si se perdía) a tener que escribir sobre el partido se ganase o se perdiese, dado que éste sería un anexo a la pequeña saga de artículos incluidos con anterioridad en este blog, referentes a todas aquellas finales a las que pude acudir “en vivo y en directo” en el propio estadio.

  Cuando el viernes por la tarde mi mujer, mi hijo, mi hija y yo viajábamos en coche desde Zaragoza hasta Madrid, el conductor del vehículo (yo) era una persona ansiosa y excitada por la gran noche, fuera el resultado que fuera, que sin duda alguna iba a poder vivir. Nada más llegar a casa de mis padres, subir el cuantioso equipaje que dos niños pequeños acarrean y coger el suculento bocadillo que, recordando viejos tiempos, mi madre me había preparado, salí raudo y veloz camino del estadio. Dado que el Metro había anunciado parones, decidí ir andando. Desde la zona de Pinar de Chamartín es un agradable paseo de apenas media hora, que además me serviría para impregnarme aún más del magnífico ambiente festivo del encuentro. Tras quedar con mis dos sobrinos antes de entrar, hacernos unas fotos conmemorativas del magno acontecimiento (para ellos era su primera gran final) y emplazarnos para vernos de nuevo a la salida y comentar el partido, por fin accedí a mi localidad, ubicada en la grada alta lateral este, a través de la puerta 47, vomitorio 113-N, sector 129, fila 17, asiento 15. Un excelente emplazamiento (aunque en modo alguno se justificaba el elevado precio pagado), a la altura de la línea del área grande.
  Nada más entrar, media hora antes del inicio,  me sorprendió que el sector de los aficionados atléticos estuviera ya prácticamente repleto, mientras que el de los madridistas se hallaba casi vacío. Se ve que teníamos más ganar de animar, de cantar y de pasarlo bien. Y eso ocurrió durante todo el desarrollo del encuentro. Pese a que a través de la televisión (cuando llegué del fin de semana, me volví a ver el partido, que había dejado grabando, como es procedente) no se aprecia tanta diferencia como existió en la realidad, porque se oye un rumor general de fondo, lo cierto es que “in situ” la afición colchonera ganó por goleada a la merengue. Animó mucho más, más tiempo, con mayor volumen y energía. Ayudando al equipo cuando las cosas se torcieron. Orgullosos de sus jugadores (“jugadores, jugadores, hemos venido a ganar…”) y éstos de su infatigable afición. Me llamó la atención, además de los cánticos tradicionales por mí conocidos, uno de reciente cuño, de indudable aire irónico. El de “Mourinho quédate”. Seguro que a más de un madridista no le hizo tanta gracia.

   Llegados a este punto, recordemos brevemente los datos objetivos, imprescindibles para la posteridad, para luego continuar con mis prescindibles apreciaciones personales. A las nueve horas y treinta minutos del viernes diecisiete de mayo de dos mil trece, en una noche fría y desapacible para esas alturas del mes de mayo, bajo la dirección del árbitro aragonés Clos Gómez, los contendientes dispusieron las siguientes alineaciones iniciales. Por parte del Real Madrid, que ejerció de local (por su mayor antigüedad como club, no por ser el propietario del recinto) salieron: Diego López; Essien, Albiol, Sergio Ramos, Coentrao (Arbeloa,minuto 90); Khedira, Xabi Alonso; Ozil, Modric (Di María, minuto 90), Cristiano Ronaldo; y Benzema (Higuaín, minuto 90). Por el Atlético de Madrid: Courtois; Juanfran, Miranda, Godín, Filipe Luis; Mario Suárez, Gabi; Koke (Raúl García, minuto 112), Diego Costa (Adrián, minuto 105), Arda Turan (Cristian Rodríguez, minuto 110); y Falcao. Ambos contendientes con sus equipaciones habituales (los atléticos volviendo a recuperar su tradicional pantalón azul y no el rojo que inexplicablemente habían portado en los últimos derbies en el Bernabéu). Vencieron los rojiblancos por dos goles a uno. Se adelantaron los blancos en el minuto 14, cabeceando impecablemente Ronaldo desde el punto de penalti un córner botado desde la derecha por la magistral pierna izquierda de Ozil, tras mantenerse en el aire con su poderoso salto más que los demás y zafarse, en mi opinión con empujón previo (que se ve por la televisión; no sin embargo en el estadio), del marcaje de Godín. Empató en el minuto 34 Diego Costa, rematando desde el borde del área con un duro disparo raso de su pierna izquierda un pase en profundidad que le había lanzado Falcao desde el centro del campo, tras desembarazarse en brillante jugada personal de Albiol y Xabi Alonso, y sin que al brasileño pudieran alcanzarle en su veloz carrera ni Essien ni Sergio Ramos. El arquero Diego López llegó a desviar ligeramente el esférico, pero tras tocar el poste se alojó en las mallas. Y el tercero llegó en tiempo suplementario, en el minuto 98, al cabecear maravillosamente el defensa central Miranda un medido y tocado pase desde la derecha de Koke, anticipándose en el primer palo a toda la defensa madridista, cancerbero incluido. El centro de Koke era segunda jugada tras saque de esquina, después de recibir directamente el rechace, por lo que los marcas se habían ya relajado. Tanto el estupendo centro como el certero remate recordaron mucho en su ejecución al imborrable gol de Pantic en la hasta entonces última Copa ganada, frente al Barcelona en 1996, transmutando los papeles: Koke por Geli y Miranda por Pantic.

  Después de que ambas aficiones se pusieran de acuerdo por tercera y última vez en el encuentro (las otras dos previas fueron, al darse las alineaciones por megafonía, para aplaudir a Casillas y para silbar a Mourinho) para tararear al unísono el himno nacional, lejos de otras finales coperas en que eso (por otra parte, lo lógico y natural, dado que es la Copa de España) no ocurrió, empezó el juego, rodeado de una fortísima tensión, característica de toda gran final. Empezó el Real Madrid dominado la posesión del balón. El equipo rojiblanco esperaba bien ordenado, con sendas líneas de cuatro hombres, replegado, con fuerte presión, desafiando al rival a que atacase para, tras recuperar el cuero, salir veloz hacia la portería contraria. Al fin y al cabo, lo que les ha hecho ganar un buen número de encuentros en esta temporada. Con una diferencia. Dada la tremenda calidad del adversario, que nadie puede dudar, la presión se efectuaba en posiciones más retrasadas de lo habitual, más cercanas al área propia, para guarecer ésta mejor y además para desactivar así una de las principales cualidades del equipo madridista, las rápidas transiciones en ataque, prescindiendo de la elaboración en el centro del terreno.           
  Sin haber todavía sufrido peligro alguno, en el minuto 14 llega el anteriormente reseñado gol de Ronaldo. Mentiría si dijera que entonces me pareció que el guión predefinido de otras ocasiones se iba a repetir, de que su calidad iba a poder con nuestro ímpetu y orden sin apenas esfuerzo. Pero a partir de ahí cambia el panorama. Los blancos se repliegan en su terreno, siendo ellos ahora los que buscan salir en veloces contragolpes con sus rápidos y potentes delanteros. Los rojiblancos empiezan a contactar en mayor medida con el balón y a crear peligro, encerrando a los rivales en su área, sin permitir ninguna salida. Llega entonces el empate de Diego Costa. Empieza de nuevo el partido.
  Una vez más los madridistas pasan a ser los que atacan más. Pero parece que con menos convicción. Todo lo contrario que los atléticos, que se reafirman en su planteamiento y aumentan si cabe sus elevadas dosis de concentración e intensidad. Ello no impide un duro disparo al poste de Ozil con su mágica pierna izquierda. Descanso. Los colchoneros estábamos ya más satisfechos que en la mayoría de ocasiones previas frente al mismo rival. Se había comenzado perdiendo, como casi siempre, pero se había logrado empatar.
  En la segunda parte, ellos veían como sus ataques eran infructuosos una y otra vez. Apenas llegaban con peligro. Y cuando conseguían hacerlo, su inveterada pegada, que les hacía durante años y años ganar partidos sin merecerlo y sin necesidad de jugar bien, parecía encasquillada. Poste de Benzema, despeje de Juanfran bajo palos a tiro de Ozil y nuevo poste de Ronaldo. La suerte que en otras ocasiones les sonreía les volvió la espalda y se puso de nuestro lado. Todo encuentro ganado precisa de su dosis  de diosa fortuna. Y en esta ocasión se alió con los colores rojiblancos.

  Según pasaba el tiempo, los blancos se iban desfondado y desquiciando ante la adversidad del marcador. Muestra de ello fue la expulsión del técnico Mourinho por sus ostensibles y continuadas protestas ante una nimiedad. Por el contrario, los colchoneros iban asentándose en sus posiciones y comenzaban a llegar con peligro. Esta tendencia se acusó aún más en la prórroga. Para ello fue indispensable la magnífica condición física de la que nuestros chicos disponían. Quienes vuelvan a ver el partido comprobarán que desde el inicio del tiempo suplementario hasta nuestro segundo gol del brasileño Miranda fue un ataque continuado rojiblanco, encerrando a los madridistas en su área, con sucesivas ocasiones marradas por Diego Costa (doble) y Koke. El gol del defensa central rojiblanco apenas lo adiviné desde mi posición. Vi el preciso centro de Koke, el salto y la anticipación de Miranda a los zagueros blancos y supe que tenía que ser gol. Pero no vi ni el contacto con la cabeza ni como el esférico se introducía en la portería. Los seguidores de las filas delanteras se levantaron y me privaron momentáneamente de visión. Ello no impidió que yo asimismo me levantara, que gritara el gol desaforadamente y que me abrazara a mis perfectamente desconocidos compañeros de localidad.
  Tras el tanto, nuestro equipo supo aplicar las directrices de Simeone y plasmar a la perfección lo que el ex-seleccionador Camacho llamaba “el otro fútbol” y otro ex-seleccionador, Luis Aragonés, calificaba como “saber competir”. Se trataba de que el rival no pudiera crear peligro y para ello, además de defender con orden y acierto, se supo cuando fue pertinente perder tiempo y cortar el ritmo adversario, alargando las lesiones sobre el césped, impidiendo los saques contrarios (tarjeta a Koke) o retrasando los propios (tarjeta a Miranda). No es por remover ahora viejos fantasmas, pero todo el mundo está de acuerdo con que si se hubiera sabido plasmar ese “otro fútbol” en la final de la Copa de Europa de 1974 frente al Bayern de Munich, otro gallo  nos hubiera cantado.
  En cualquier caso, la calidad del Real Madrid consiguió crear dos clarísimas ocasiones, una de Higuaín al finalizar la primera parte de la prórroga y otra de Ozil en la segunda. Pero entonces surgió un inconmensurable Courtois. Dos paradones increíbles que terminaron de atornillar el resultado. Cuando su portero los hacía (cuando jugaba) no decían que qué suerte. Decían que los porteros también juegan. La tensión se fue acumulando cada vez más y estalló con la salvaje agresión (patada en la cara a Gabi) de un desquiciado Ronaldo y su lógica subsiguiente expulsión. Pitido final y éxtasis total en el estadio (o, por mejor decir, en un sector del mismo).

  Un breve repaso a todos los protagonistas rojiblancos de la final. En conjunto, todos ellos demostraron una concentración, intensidad, orden y trabajo más allá del límite. Trabajo en equipo, que siempre funciona bien. Una preparación física portentosa. Cuando los rivales ya se desfondaban (Modric y Coentrao tuvieron que ser suplidos por problemas físicos) los nuestros estaban incluso mejor que al principio, más rodados. No se dispuso de la brillantez en el juego que en otras recientes finales, pero supieron adaptarse a la tremenda emoción e insoportable tensión del encuentro.
  Courtois entró en la leyenda. Ya había mantenido un elevado nivel durante el tiempo reglamentario, aportando tranquilidad a la línea defensiva con su seguridad y confianza para salir a atajar los balones aéreos. Pero lo cierto es que apenas se le demandaron actuaciones concretas para detener balones (ya se encargaron de ello los postes). Sus dos prodigiosas paradas en la prórroga, la primera de puros reflejos y la segunda de anticipación, fueron antológicas. Sin ánimo de exagerar, la parada a Ozil podría considerarse como la mejor de toda la historia del fútbol. La que hasta ahora está así catalogada (del inglés Gordon Banks al brasileño Pelé en el Mundial de México 70) presenta muchas similitudes con ella. También la mítica de Casillas a Perotti en el Sánchez Pizjuán. Tan sublime fue que, sabedor de su importancia y trascendencia, la celebró como si de un gol se tratara. Juanfran estuvo sobresaliente. Le tocó lidiar con el más duro de los morlacos, Ronaldo. Por otro lado, Coentrao, al no disponer de suficiente calidad para ello, apenas le causó problemas. Ello limitó su natural ofensividad. No le recuerdo incorporación al ataque alguna. Pero tampoco ninguna falta. Supo detener al portugués con velocidad y anticipación. Al contrario, cuando comenzó el desquiciamiento de Ronaldo, Juanfran sufrió más de una patada en sus propias carnes. Una de ellas le lesionó. Parecía que iba a ser reemplazado por Cata Díaz, pero se repuso y terminó si cabe con mayor presencia física. Un héroe. En su haber hay que incluir también lo atinado que estuvo al sacar bajo palos un disparo de Ozil que parecía no tener otro destino posible que las redes, resarciéndose así de su infortunio en el partido liguero contra el Real Madrid en el que se introdujo un autogol. Emocionantes sus lágrimas en la celebración. Pese a su pasado madridista, tenemos entre nosotros a un atlético convencido más ya para toda su vida. La ofensividad por los laterales quedó por consiguiente reservada para Filipe Luis. Como en él es habitual, sus subidas y bajadas constantes, con dos disparos incluidos (el primero inocente; el segundo peligroso), desahogaron al equipo. En defensa cumplió con creces, aunque no tuvo que prodigarse en exceso, dado que por la banda derecha el Real Madrid apenas atacó. Ozil se desplazaba por su tendencia natural hacia posiciones centradas y Essien no está capacitado para ello. Miranda disputó el partido soñado. Sobrio, contundente, expeditivo, rápido, eficaz y elegante en todas y cada una de sus intervenciones. Ninguno de los peligrosos atacantes rivales le hizo caer en error alguno. Para entrar en la leyenda, tan solo le faltaba marcar el gol del triunfo, como finalmente aconteció. Así pudo hacerle a su hijo, como había anunciado previamente,  su mejor regalo posible: ir el lunes al colegio portando la camiseta rojiblanca y sin temor a las burlas de sus compañeros madridistas. Godín también rayó a excelente nivel. No consiguió detener en el primer gol a Ronaldo y la ocasión de Higuaín llegó tras un despeje suyo no muy atinado, pero el resto del partido estuvo colosal, intimidando a los adversarios por su presencia, velocidad y decisión.

  Mario Suárez, una vez más, completó una final modélica. Una indecisión suya acabó en córner y de él surgió el primer gol madridista. Muchos se lo hubieran recordado sin duda al día siguiente. Pero supo sobreponerse y con su intensidad mayúscula y recorrido infatigable electrocutó la línea media contraria. Careció de la aportación ofensiva y salida clara de balón de otras finales, merced a la tensión mayúscula del juego. Gabi también derrochó energía y devoró kilómetros, cortocircuitando en auxilio de su compañero a los medios rivales. Se pudo incorporar en alguna ocasión al ataque, disparando y metiendo balones al área con peligro.
  En el centro del campo, colaborando más con la delantera, Koke y Arda Turan. El primero hizo otro derroche de pundonor y fuerza física, jugando con una madurez impropia de su corta edad. Cada vez tiene más galones. Amo y señor de los balones parados, suyo fue el maravilloso centro desde la derecha, en segunda jugada tras saque de esquina, que la testa de Miranda transformó en un gol para la historia. El turco, partiendo desde la izquierda, aportó su clase y la pausa necesaria. Su periodo de ausencia ha sido muy notado. Hace jugar al equipo, ralentiza la marcha cuando se demanda, cuando todos van en sexta velocidad él decide entretener el juego y filtra entre líneas pases imposibles.
  En la delantera, el colombiano Falcao y el brasileño Diego Costa. A ambos se les presupone un despliegue constante de coraje y fuerza física. El primero no logró demasiado contacto con el balón, salvo la prodigiosa jugada, más propia de un mediapunta de clase mundial, que se convirtió en el gol del empate, pero su trabajo continuo, fijando la línea defensiva para que se beneficien los que entran desde atrás, es siempre impagable. Al igual que las de Juanfran, emocionantes sus lágrimas finales. En su caso, ¿de despedida?. El segundo aportó su lucha ininterrumpida que tanto disgusta a sus adversarios. Siempre al límite. Tuvo además el acierto de una magnífica definición en su gol, la que le faltó en su ocasión en la prórroga.
  Los tres que entraron desde el banquillo, Adrián, Cebolla Rodríguez y Raúl García apenas tuvieron tiempo de aportar poco más que su indesmayable trabajo, al igual que sus compañeros, sin que se resintiera el rendimiento del equipo, y de darse el gustazo de participar (y ganar) una final. Un detalle: Simeone se limitó a permutar un jugador por otro, sin efectuar variaciones tácticas defensivas que mandaran a sus discípulos un mensaje de injustificado repliegue.  

  Por lo que hace referencia a la afición, estuvo, como siempre, colosal. Como ya se ha reseñado con anterioridad, abrumó a la hinchada rival. No paró de animar en todo momento. Tanto en las duras como en las maduras. Como es habitual en ella. Llevó en volandas a los jugadores. Mirando desde mi posición en la grada lateral baja hacia arriba se apreciaba un espectáculo de colorido sin igual, una pared vertical repleta de colores rojiblancos en perpetuo movimiento. Un único pero. Sobraban las bengalas que se encendieron tras el gol definitivo. Recordemos que las bengalas en la competición española han arrancado vidas humanas. Por el contrario, la afición madridista, además de mostrarse durante todo el encuentro más fría y pasiva, abandonó de inmediato las gradas, sin esperar a la entrega de la Copa, faltos de educación deportiva. Una fea actitud.                      
 Unos pocos detalles finales para concluir. Quiero resaltar en primer lugar, por el contrario, la excelente deportividad y caballerosidad mostrada por un auténtico profesional como es Casillas. En el momento de la tangana se dedicó a templar los ánimos, obligó a sus jugadores a que no abandonaran el terreno de juego hasta que no se entregara la Copa, como es preceptivo (y a diferencia de otras ocasiones en que Mourinho les obligó a retirarse antes de tiempo) y fue felicitando personalmente uno a uno a todos sus contrincantes vencedores. Se detuvo particularmente con su colega Courtois, al que alabó sus ya legendarias intervenciones. Como español, me siento orgulloso de que sea el capitán de la selección española, de mi selección.
  Otro detalle. A modo de anécdota, resultó simpático, a la par que jaleado con alborozo desde la grada, el gesto que, nada más concluir el encuentro, cuando los jugadores estaban saludando a la afición, tuvo uno de los utilleros del club, clavando en el semicírculo del área una bandera rojiblanca, a modo de tierra conquistada. Poco después, tras la entrega de la Copa, en la vuelta de honor, Sergio Asenjo hizo lo mismo, con idéntico alborozo del público, en esta ocasión clavándola en el área pequeña.

  Una muestra más de escasa deportividad de los propietarios del terreno. Como a su juicio se debía de estar prolongando en exceso la celebración popular, la comunión jugadores-afición, fueron apagando paulatinamente las luces, dejándonos poco a poco a oscuras, como si de una vulgar discoteca se tratara.
  Cuando tras las intensas emociones sufridas me volví a encontrar a la salida con mis sobrinos, nos dimos un emocionado abrazo, nos hicimos unas cuantas fotografías más de celebración y, en unión de un buen número de seguidores, nos desplazamos andando Paseo de la Castellana abajo hasta la fuente de Neptuno, comentando las incidencias del partido que desgraciadamente no habíamos podido ver juntos, como hubiera sido nuestro deseo. Era la primera vez que lo hacía, que iba a la fuente. Y me defraudó. Debimos llegar en mala hora (o muy pronto o muy tarde) porque, además de no haber mucha gente, la que había ni cantaba ni animaba. Espero que si repito experiencia en otra ocasión sea más emocionante. En esta ocasión fue perfectamente olvidable. Lo que sí será inolvidable, y con el paso del tiempo llegará a alcanzar su auténtica dimensión épica y legendaria, es la victoria contra todo pronóstico, frente a un rival de mayor calidad y ante el que sucumbíamos vez tras vez durante los últimos catorce años. Yo podré decir que estuve allí.      
              
   

JOSÉ MIGUEL AVELLO LÓPEZ

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